El médico Alberto Betancourt Arango levita cuando recita al poeta latino Publius Virgilius Maro, simplemente Virgilio. Lo mismo le sucede cuando evoca a sus adorados Horacio, Ovidio, Séneca, San Jerónimo, san Isidoro de Sevilla. Con ellos sostiene diálogo permanente; con ellos envejece y rejuvenece a diario.
Parece que Albertico, como le decían las hermanas de la Presentación de Abejorral que le enseñaron a maridar vocales y consonantes, hubiera gateado en latín. A quienes lo visitan en su gerontocomio los atiende en griego, francés e inglés.
Su mínima “Autobiografía novelada” es una delicia. El seminarista que ahorcó la sotana para hacerse médico y docente de la Universidad de Antioquia, escribe en un antiguo y a la vez moderno castellano.
Su prosa no tiene presa mala. Tampoco su conversación que matiza con sutiles dosis de humor. Por respeto, el médico Alzheimer se mantiene a distancia. De sus achaques físicos se encargan sus médicos y el ángel de la guarda femenino que le cuela el aire.
A los 97 años que cumplió el 7 de febrero “con todas las luces encendidas”, el obstetra y ginecólogo sorprendió con el libro “Aprendamos latín con Virgilio. Latine loquamur Virgilio”. Editó la imprenta de la Universidad de Antioquia, con prólogo de Andrés Esteban Acosta.
“Dedico este pequeño esfuerzo a la memoria de mi madre, la más bella entre todas las mujeres, quien con su sabiduría me llevó de su mano por los campos virgilianos”, escribió el docente en el área de literatura y lenguas antiguas del Instituto de Filosofía.
Y como llora viendo pasar el metro, menciona a su madre y se le alborota el Edipo que lleva dentro. Lo mismo le sucede al recordar a su esposa.
En la pequeña obra, Betancourt traza un breve pero contundente retrato de su amado Virgilio, de cuna humilde como la suya. Si se “ahogaran” en otro diluvio universal o algún Eróstrato trasnochado destruyera las Bucólicas, la Eneida y las Geórgicas, no habría problema: Betancourt las tiene en su disco duro.
Suele contar que en un retorno a Abejorral disfrutó del crepúsculo que describe Virgilio en la primera Égloga: “Ya a lo lejos se ven humear los tejados de las casas y las sombras mayores amenazan con precipitarse desde lo alto de los montes”.
Digamos adiós con este pensamiento virgiliano que parece escrito para él: “Jam senior, sed cruda deo viridisque senectus” (= Estaba viejo, pero su vejez era lozana como la de un dios).