Desde hace años colecciono frases y anécdotas de personajes arrogantes. Admito que siempre me han encantado esos seres tan políticamente incorrectos que son capaces de amarse a sí mismos en voz alta. Esos seres que se atreven a mostrar sin hipocresía su vanidad, sin preocuparse por hacerse perdonar el éxito, el poder o el talento. Esos seres que, para rematar, legitiman su insolencia al proferir frases agudas y divertidas.
Me temo que el ego, junto con la carne de cerdo, son los dos elementos más calumniados de la historia: la gente les echa la culpa de casi todo: de la gordura, del colesterol, de la falta de equilibrio en el cosmos, de la crispación o amargura del prójimo, del agujero en la capa de ozono. De cualquier cosa.
A muchos suelen gustarles los que se muestran humildes, así tal humildad no sea más que una fachada. Prefieren esa farsa a lidiar con personas que presuman de sus méritos reales o imaginarios. Yo puedo convivir sin problemas con un tipo que se quiera a sí mismo más de lo que podría quererme a mí, o con otro que se crea genio, y así.
El verdadero trofeo de muchos ególatras no es su propio alarde sino la rabia que producen entre ciertos interlocutores. Muhammad Alí, el legendario excampeón mundial de boxeo, lo tenía clarísimo: “la gente no soporta a los charlatanes, pero siempre los escucha”.
He conocido vanidosos que saben mimetizarse, fingir modestia. Muchos los aplauden por eso. A mí me resultan más atractivos, insisto, los que se atreven a exhibir su soberbia sin preocuparse por cómo van a ser percibidos.
“Lo peor es cuando termino un capítulo y la máquina de escribir no me aplaude”, afirmaba Orson Welles sin ruborizarse.
Entonces la actriz Joan Crawford le hacía la segunda voz: “si quieres ver a la chica de la casa de al lado, pues ve a la casa de al lado. Pero si quieres verme a mí, ten claro que vas a ver es una estrella”.
Con menos gracia, Jacinto Benavente resultaba más descarado: “me ha tocado pagar en tiras de pellejo el lujo de ser mejor que los demás”.
Ustedes dirán que es fácil convivir con el ególatra en los libros biográficos pero no en nuestra vida cotidiana. Yo les diré que habría dado cualquier cosa por oír al físico Ernest Rutherford enrostrándome esta frase en un almuerzo campestre:
“Al revisar mis primeros trabajos, me digo: caramba, Ernest, siempre fuiste un chico condenadamente listo”.
Mi reino por ir en un tren con cualquier escritor que me mirara como si yo fuera un microbio y él, un Molino de Viento enorme, y me soltara sin titubeos esta frase: “nunca viajo sin mi diario. Necesito tener siempre a la mano algo sensacional que leer”. La dijo Oscar Wilde y se ve bonita en el papel, pero les juro que también sería capaz de vérsela bonita a cualquier desconocido llamado Pepito Pérez. Y sobre todo, de aceptar su derecho a decirla.
Ojo: no se trata de invitarlos a que anden por ahí pordebajeando a los demás. Solo digo que cuando uno se topa con cualquiera de los tantos soberbios que inundan el planeta, hay que dejarlo fluir sin tomárselo como una ofensa, ya que, como diría Don Vito Corleone, “nada es personal”.
Relájense, y seguro le encontrarán la gracia a frases como esta de Paul Valery: “la estupidez no es mi fuerte”. O como esta de Mark Twain: “cada vez que me elogian me siento decepcionado: siempre creo que se quedaron cortos”. O como esta del político Henry Kissinger: “no creo que en el mundo vaya a haber una crisis la semana que viene: mi agenda ya está llena”. O como esta del músico Camille Saint-Saëns: “no es raro que de un árbol de manzano salgan manzanas. ¿Por qué tendría que ser raro que de un compositor como yo brote música genial?”
Esos seres arrogantes serán muy difíciles de digerir, pero créanme: solo de nosotros, los interlocutores, depende que el asunto sea un veneno o un encanto.