Muchos hemos deseado que a un violador le machuquen las bolitas y el palito con una pica de hielo. Hemos querido también, en esa perversidad tan propia del ser humano que se agudiza apenas se siente indignado, que a un conductor ebrio, que asesinó a una familia, lo encierren el resto de su vida y le inyecten dosis profundas de pesadillas que le recuerden la terrible estupidez que cometió apenas se sintió capaz de manejar borracho.
Al parecer, el castigo es una manera de hacerle entender al otro que lo hecho no estuvo bien, que se equivocó. Siempre queremos que las sanciones sean ejemplarizantes y por eso somos drásticos en desear, en aspirar al menos que la justicia se ocupe de eso para satisfacción de todos. Pero nos damos cuenta de que anhelar no es suficiente porque en Colombia casi siempre se termina por legitimar la impunidad. Aquí nos interesa crear leyes para todo que rápidamente se vuelven inútiles porque no hay forma de hacerlas cumplir, ya sea porque nuestra justicia está agobiada, porque no hay presupuesto o simplemente porque la corrupción camina casi siempre de la mano de aquel que comete la falta. La justicia se ensaña contra los pobres imbéciles que no supieron ser mañosos, he oído decir.
Así como Robert Burton escribe en su libro “Anatomía de la melancolía” que un individuo estúpido apagó la vela para que las pulgas que lo torturaban no pudieran encontrarlo, así hay muchos estúpidos que se emborrachan y dan muestras profundas del desconocimiento entre la causa y el efecto. Saben lo que su estado puede generar pero se hacen los locos.
Tal vez por eso, mientras se piensan castigos severos que puedan cumplirse, debería evocarse, como algo nato en el hombre, la razón, la mayoría de edad que tan claramente planteó Kant. ¡Sapere aude!, “ten el valor de servirte de tu propio entendimiento”. Si lo aplicáramos al menos en la cotidianidad de la vida, en la simpleza de una noche con tragos, no se tendría que legislar tanto.
Pero a veces reina más la estupidez, como dice Richard Armour: “Es claro que esta ha aparecido siempre en dosis abundantes y mortales (...) El hombre no puede luchar con su estupidez porque acabando con la estupidez se acabaría también la raza humana”, pero al menos, digo yo, debería proporcionarse en dosis menos significativas para que sea evidente nuestra supuesta superioridad, nuestra inteligencia.
“No es la boca del hombre la que come, es el hombre el que come con su boca. No camina la pierna, el hombre usa la pierna para moverse. El cerebro no piensa, se piensa con el cerebro”, dice Paul Tabori en su libro “Historia de la estupidez humana”. Como planteó el doctor Alexander Feldman, discípulo de Freud, el defecto reside no en el instrumento sino en el usuario, el ser humano, el ego humano que utiliza y dirige el instrumento. Si lo miramos así nos legitimaríamos en realidad como homo sapiens y no como “homo stupidus”, que es la nueva especie que parece amañarse en este país.