Estación Esto Ya No, en la que la mentira se ha tomado la verdad y da versiones cada vez más mentirosas, lo negro se ha vuelto blanco y en lo gris se esconden muchos, la brújula ha perdido el norte y alguien robó su aguja, la decencia se luce con la corrupción detrás (sonriendo), la historia se vuelve casi ficción y se recorta o edita, la ideología se negocia con conveniencias, lo que es lógico se cambia por lo absurdo y se hace fiesta, la gente cree que la vida es la que anuncian las multinacionales, los brujos reemplazan a los sicólogos y las creencias funcionan con fetiches, talismanes y agüitas que adelgazan. Y claro, el desorden es permanente, la soledad se toma las multitudes y lo que antes se llamaba amor se convierte en negocio, cuando no en consumo desmesurado de objetos que se usan y se botan (o se mantienen en la banca, si el objeto es el otro). Y en todo esto el desencanto, porque lo que se decía no era, lo que se vivía no era y lo que se lucía tapaba lo escondido.
La década del 60 (que va a producir el mayo del 68), que no solo es la de la posguerra sino la de la caída de los ídolos (el primero que cae es Charles De Gaulle), la de la juventud perdida de la que habla Patrick Modiano en su París lleno de apariciones y desapariciones, es la del inicio del desencanto. La segunda guerra (la de los totalitarismos extremos) ha cambiado el mundo. De ahí se ha salido sin moral, los nombres se han cambiado por números, el consumismo intenta cubrir los complejos de culpa y hablar del pasado es peligroso. Todo indica que se ha vivido en una obra de teatro y ya ha caído el telón. O se ha caído el teatro y los actores no están ya detrás de la máscara sino que se ven como son. Y lo que queda alienta revoluciones (todas fallidas), pero a la vez sueños que igual van a caer.
Y en esto del desencanto aparecen hombres como Eduardo Galeano (de apellido paterno Hughs) y Günther Grass, Michel Foucault y Alain Finkelkraut, Umbero Eco, entre otros, que se dan a la tarea de denunciar las falsificaciones, a contar lo que pasó (que no es lo que se dice) y a tomar posición frente a un mundo que ha hecho de la propaganda su mayor técnica de comunicación. Y su tarea es contar (El cuento es largo, como titula Grass su novela) lo que nadie quiere oír, mostrar lo que hay en lo escondido y dar razón de un malestar que se mantiene en el aire a pesar de los anuncios luminosos que dan la idea de una fiesta que no para de criar enajenaciones, que es otra de las formas del desencanto, pues en la enajenación se promueve el yo, que es el peor estado de soledad. Y sí, ahí vamos.
Acotación: en un mundo donde el espectador va descubriendo los trucos de la obra de teatro, en el que los adjetivos están por encima del sujeto (que es la única realidad), en el que enajenarse es una manera de no dejarse confrontar, el paisaje se pierde y aparece el encierro. Y encerrados tenemos miedo y preferimos la mentira a la certidumbre. ¡Qué desencanto!