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FAMILIAS

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Por Juan Claudio de Ramón

Lo primero que hay que saber sobre el matrimonio es que empieza a estar un poco pasado de moda. Según leo, se celebran al año en España unas 150.000 bodas. En la década que abrió el siglo esa cifra era mayor: unas 200.000. Lo segundo que hay que saber es que algo más de la mitad de esos matrimonios no son exitosos. Iba a escribir “terminan mal”, pero me he corregido al recordar que, en no pocos casos, lo que está mal es el matrimonio y lo que está bien es el divorcio, por penoso que sea el trance. Casarse menos puede ser un efecto más de la secularización que afecta a las sociedades europeas. Ya administre el rito un funcionario o un sacerdote, el matrimonio es un acto de fe que entona mal con el espíritu de la época, que tiende al descreimiento. Y, sin embargo, todos hemos experimentado alguna vez la emoción de adentrarnos en una relación con deseo de eternidad.

Estos días se puede ver en Netflix la última película de Noah Baumbach, Historia de un matrimonio, que en realidad trata de un divorcio. Es una película dulce y triste a un tiempo. Trata de ese momento en que, como dice un verso de Mayakovsky, la barca del amor se hace trizas en la vida, y personas que se han querido mucho empiezan a odiarse. Durante la película asistimos a una discusión horrible que reconocemos como algo que hemos visto o acaso protagonizado. El patrón es claro de identificar: tendemos a ver en las faltas atribuibles a la otra parte la causa principal del derrumbe de la pareja y de nuestra felicidad. Pero, con independencia de que esas faltas existan, parece que las relaciones exitosas se construyen con personas capaces de dolerse más de los errores propios que de los ajenos. Porque nuestro egoísmo, mezquindades e imperfecciones son las únicas cosas que podemos controlar e intentar corregir. (Diría que este pensamiento también vale para la crisis política. David Brooks, el columnista de The New York Times, sostiene que el tipo de consejos que dan los terapeutas de pareja, y que suelen encarecer la humildad y la autocrítica antes que la culpabilización del otro, son los mismos que un hipotético terapeuta de naciones daría a un país polarizado que no para de discutir).

Decía que la película, interpretada con brillantez por Scarlett Johansson y Adam Driver, es triste y dulce. Triste porque la pareja naufraga y dulce porque la familia sobrevive. De modo que termina por ser una película insospechadamente navideña. Aquí es donde pretendía llegar yo: tengan, estimados lectores, una feliz navidad todos ustedes y sus familias.

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