Alguna vez leí que a William Faulkner, cada que terminaba un cuento o una novela, le gustaba convocar a sus vecinos o a sus viejos amigos para leerles en voz alta lo que había construido en su soledad de escritor. Y lo hacía para evidenciar el tedio, la sorpresa, la alegría, el desconcierto que los espectadores evocaban mientras pasaba las páginas de: “Santuario”, “¡Absalón, Absalón!”, “Mientras agonizo”, ¡qué sé yo!
Recordando esa anécdota, imaginé qué pasaría si en medio de esas frases de prosa dura y clara: “y nos hemos librado del amor como nos hemos librado de Cristo” o “le diré que todo el mundo puede cometer un error, pero no todos saben salir de él sin pérdidas”, de repente, en ese silencio de seres concentrados, se oyera el estrepitoso ruido de un celular, capaz de desconcentrar incluso a un ser hipnótico después de escuchar melodías agudas, canciones de despecho, vallenatos, reguetón al detal, algún gallo mañanero, una canción de moda bajada de internet o esos ruidos fastidiosos de: ¡Contesteeeeee! ¡Contesteeeeee!
No quiero imaginarme la cara del maestro Faulkner interrumpiendo una de esas frases arduamente construidas para darle la cara de frente a ese impertinente aparato y a su maleducado portador. Por fortuna esas eran épocas silenciosas, respetuosas, creo yo, de atenta escucha o de sueño profundo si la lectura no lograba su cometido. Cuando se estaba en un lugar se estaba en ese lugar, ahora pareciera que muchos quieren estar en muchos espacios a la vez y así no se está en ninguna parte.
El celular mal usado está hecho para recordarnos la imposibilidad de aislarnos, está hecho para enfatizarnos que no es posible tener el derecho a no estar disponible a toda hora, porque creemos que si no contestamos algo grave pasará. Cuando dejemos de pensar que hay algo más importante que lo que hacemos en el instante, aprenderemos a escuchar al otro, entenderemos, por fin, de qué está hecho un corazón o una incertidumbre, un sueño y los deseos hechos verso, prosa o pura realidad.
Se supone que la pandemia nos haría distintos en varios asuntos, anhelaríamos más el encuentro con seres de carne y hueso y lo honraríamos, seríamos capaces de dejar a un lado la tecnología, al menos por momentos, porque estaba pesando demasiado, pero no, veo con sorpresa e incomodidad cómo la espalda del hombre se está encorvando de tanto mirar la pantallita y vamos en bajada a un mundo incierto donde, con seguridad, Faulkner no hubiera querido vivir. Aunque sonrío al imaginar su cara apenas le notifiquen que hace parte de un grupo de chat llamado Yoknapatawpha