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Juan José Hoyos
Columnista

Juan José Hoyos

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¡Gracias, profe!

Por JUAN JOSÉ HOYOS

redaccion@elcolombiano.com.co

En las verdes montañas del Quindío, en un colegio de La Virginia, en Calarcá, donde los campesinos se dedican a sembrar café, el profesor Carlos Fernando Gutiérrez dedica su vida a sembrar letras.

“Sembrando letras”: así se llama la sala de lectura que él creó hace dos años en la Institución Educativa Jesús María Morales. En este colegio oficial y en sus cuatro escuelas rurales anexas estudian más de 500 niños y jóvenes, entre ellos muchos hijos de las 30 familias del Resguardo embera chamí Caribajúa. Ellos bajan cada día de las montañas, con sus cuadernos, a recibir clase. Allí estuve conversando con ellos, invitado por los organizadores del Encuentro de la Palabra Luis Vidales.

La historia de la sala empezó con un tapete y un cuarto abandonado. Allí estaban arrumados un montón de libros viejos después de que en muchos colegios oficiales se acabaron las bibliotecas y los bibliotecarios.

“Recuperar libros para leer es mi cuento”, dice Carlos Fernando, un hombre que ha dedicado sus 23 años como profesor a enamorar a los estudiantes de la lectura. “Lo primero que hice fue rescatar de ese arrume los libros de literatura. Después le pedí al rector que me regalara un tapete. Los pusimos en una esquina de un auditorio y llenamos eso de cojines. Luego, me dediqué a recoger libros y revistas entre mis amigos. El Ministerio de Educación nos envió material de lectura. Por último, llevamos revistas de comics, novelas gráficas, tableros de ajedrez y juegos de damas chinas y rompecabezas... Lo decoramos con dos o tres vitrinas sin puertas, llenas de libros, donde ellos podían cogerlos, tocarlos”.

En poco tiempo, el tapete se llenó de estudiantes. Y, en medio de los juegos, los muchachos se fueron encontrando poco a poco con los libros. ¡Y empezaron a leerlos! Semanas más tarde, algunos pidieron que se los prestaran para llevárselos para sus casas. Entonces, organizaron unas bolsitas para empacarlos. En las casas, algunos padres también se pusieron a leerlos. De este modo los libros se regaron por la vereda y llegaron incluso hasta el resguardo indígena.

Viendo el éxito, el rector les entregó un salón. Después, les ayudó a dotarlo de mesas hexagonales. Cuando en un recreo vio en el salón a unos 40 o 50 muchachos leyendo y jugando ajedrez, él mismo regaló de su propio bolsillo seis tableros con sus fichas. Y el profesor de inglés, que toca la guitarra, abrió un curso de música.

Al final de la charla con los muchachos, la coordinadora llegó al salón con dos niñas indígenas. Me dijo que ellas le habían pedido que las llevara a conocerme y a saludarme. Habían escuchado entre sus compañeros de colegio que ese día iba a visitarlos “un escritor” y, como nunca habían visto a uno en persona, querían saber cómo era. La mayor de ellas me habló en su lengua y yo apenas comprendí un par de palabras. Yo les hablé de mis historias con el jaibaná Salvador y otros amigos indígenas de su misma etnia, y de sus luchas por defender su tierra y su cultura en los resguardos de Valparaíso, Andes, Jardín y otras regiones del suroeste de Antioquia. Al final, me pidieron que nos tomáramos juntos una fotografía.

Cuando salí del salón, me sentí feliz de saber que el misterio de la palabra está alumbrando las vidas de los muchachos de esta escuela perdida en las montañas del Quindío. Sentí que Colombia está viva en sus corazones, donde el profesor Carlos Fernando está sembrando letras. Mientras él iba a despedirse de sus compañeros de trabajo, yo me quedé esperándolo en la puerta del colegio, diciéndole en silencio, una y otra vez: ¡Gracias, profe Carlos Fernando! 

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