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GUAYACANES, SUEÑOS Y VIOLENCIA

Por Fernando velásquez

fernandovelasquez55@gmail.com

La última novela de William Ospina Buitrago publicada por la Editorial Random House, es la narración que (a partir de un paseo familiar del autor tras las huellas de sus ancestros) lleva a cabo un descendiente de los osados antioqueños que, hace ciento treinta años, abandonaron su terruño de Sonsón para emprender nuevos rumbos en las tierras que hoy conforman los departamentos de Tolima y el viejo Caldas. En ella, con profunda belleza y grandes dechados de lirismo, él reconstruye con filigrana la vida de esos antepasados por línea paterna y, al mismo tiempo, hace una exposición fidedigna de ese período de la vida nacional, en el cual esos colonizadores se metieron al monte a fundar medio país, hasta que la violencia partidista de los años cincuenta los arrancó de sus parcelas y los incrustó en las selvas de cemento.

Y esa realidad nació entre imponentes guayacanes (por eso el nombre es guayacanal), esos que Rafela y Benito –los bisabuelos– tanto amaron y cuyos retoños, dice el autor, aprendieron “a ser esa tierra, ardillas de sus ramas y gavilanes de sus aires, aunque hayamos tenido que ser también el dolor de las avalanchas, el miedo de las emboscadas, las cruces de ceniza en los patios bajo el poder de las tempestades”; un lugar, añádase, “en este reino virgen, inmenso, difícil pero hermoso, donde un pedacito de tierra podía ser toda una vida para generaciones laboriosas y humildes”.

Una morada que no siempre fue venerada por los que llegaron con los abuelos, quienes se “abrieron paso a machetazos por selvas que borraba la niebla, perforaron tapones de guaduales tupidos que reventaban al golpe del metal y botaban agua como cántaros” y donde “aprendieron al filo del hambre el sabor de unas bestias sin nombre, pájaros madrugadores les dieron sus canciones, y se adiestraron en socavar el suelo no para sepultar cuerpos queridos sino para desenterrar muertos desconocidos, osamentas casi deshechas coronadas de oro, rezadas con collares y pectorales”.

Por supuesto, en ese relato no podía faltar la industria del café como producto agrícola de exportación y a cuya construcción tanto contribuyeron esos labradores intrépidos quienes, con tenacidad, sembraron las montañas del nuevo oro que tejió muchos sueños y sobre el cual se edificó durante muchos años la economía nacional. Todo ello para probar que la vida en esas laderas boscosas, incluso adornadas con “El Cable” inaugurado en 1922, era “una prueba mágica en escenarios sublimes, de los peñascos volcánicos a los torrentes espumosos, desde los vientos ensangrentados hasta los ataúdes de madera balsámica. Bajo columnas vivas sobre las que flotaba otro palacio casi imposible de imaginar”.

Fluyen, pues, poesía de la mejor factura e historia amasada con el amoroso rostro de los ascendientes; se conjugan la belleza arrolladora y las tristezas desatadas. Un libro para disfrutar, recordar, y enojarse en medio del dolor y el sufrimiento acumulados; un texto donde todos sus personajes dejan huella imborrable, la misma que le permite a Ospina Buitrago decir –al recordar la muerte de Santiago– que “casi me parece oir el silencio, y detrás del silencio el rumor del viento en las ramas, el soplo del viento en la hierba”. Al mismo tiempo, se trata de una obra que muestra a una nación cuyos pobladores (incluidos los codiciosos extranjeros) jalonaron una sociedad diversa a la vez que demolían el bosque y contaminaban las aguas creyendo que la naturaleza era infinita.

En fin, se trata de un acápite de nuestra tradición que no puede ser olvidado por más que la violencia y la corrupción todo lo deterioren; el que no conoce su historia está condenado a repetirla, dice la célebre frase. Es hora, entonces, de hurgar entre las raíces para encontrar la savia que recorre las venas, porque todo lo que cuenta el notable escritor, “si fue verdad alguna vez, ahora es un sueño, y todos cuantos habitamos en él seremos sueños”.

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