Las cifras que dan cuenta del hambre en el mundo no paran de subir y le ponen rostro al desequilibro en el que vivimos. Son - en medio de las mediocres acusaciones políticas que recorren las disputas partidarias y la frialdad de las noticias que falsean nuestra realidad - una verdadera cara de la desgracia contemporánea. Mientras por el Covid los millonarios aumentaron en más de cinco millones, según el Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas solo en los primeros meses del 2022 la gente hambrienta pasó de 282 a 345 millones. Desde el 2020 los datos de esta tragedia vienen en una seguidilla de nuevos picos, superándose con el correr de los meses, auspiciados por la misma pandemia que llenó los bolsillos de otros, por las crisis económicas de las potencias, por las aceleradas caídas de las monedas nacionales y las sequías inesperadas en África. David Beasley, director del Programa de la Onu, soltó una frase apocalíptica: “las cosas pueden emporar y lo harán. A menos que haya un esfuerzo coordinado a gran escala”.
La guerra en Europa y el cambio climático han llevado a la hambruna a Afganistán, Etiopía, Somalia, Sudán del Sur y Yemen. Los ecos del conflicto en Ucrania se sienten en estas naciones desoladas por el aumento en los precios del transporte de alimentos y las dificultades para que los agricultores puedan cumplir con los objetivos de su cosecha.
En el caso de América Latina la situación es angustiante y paradójica. Aún como potencia agrícola, como dispensario de alimentos para el mundo, en los últimos años el hambre también aumentó. Solo por consecuencia del Covid, y según cifras de las mismas Naciones Unidas, la pobreza en nuestra tierra creció como nunca antes desde 2006 y 65 millones de personas tuvieron que soportar hambre.
Los anuncios catastróficos sobre dificultades y recesiones a lo largo del globo que han ganado titulares desde el inicio del segundo semestre, y que se han acrecentado en las últimas semanas con declaraciones angustiantes de las cabezas visibles de las instituciones económicas internacionales y de los temblorosos ministros de finanzas, encuentran en las fotos del hambre su consecuencia más dolorosa.
Aún así, un esfuerzo como el que pide el Programa Mundial de Alimentos requiere un acuerdo multilateral y hoy el mundo atraviesa un angustiante repliegue. Se apagan los incendios nacionales con los costos políticos y sociales que esto trae, e inclusive con los inmensos aportes de algunas potencias el reto parece inalcanzable. Las voluntades se antojan insuficientes. La Onu vive la contradicción de ver cómo en los últimos años los esfuerzos logísticos y monetarios parecen haber subido pero la catástrofe los adelanta en ritmo. Las manos tendidas van un paso atrás de los necesitados. El Programa de Alimentos, en su llamado desesperado, alerta y anuncia que, en pleno siglo XXI, el final de esta hambruna no tiene un horizonte cercano