Querido Gabriel,
Para llegar al poder hay que enfocarse en él y perderse muchas cosas. Prefiero tener una vida amplia, escribir, leer, dar clases, estar con mi familia, cuidar mi salud, permitirme otros intereses. Esto me lo dijo un hombre que, creo yo, disfruta su vida y busca cumplir con su deber, lo que sea que ello signifique. Como el príncipe Arjuna del Bhagavad Gita, hace su trabajo con total desapego de sus frutos. Parece no buscar fama, gloria, dinero o poder. Precisamente por su reticencia, su vulnerabilidad y su honestidad intelectual, quizá sería el más adecuado para liderar un país como el nuestro.
El planeta está, sin embargo, frente a “un panorama delirante (...) donde pareciera que ser idiota o ser loco, o las dos cosas a la vez, es el requisito principal y el mejor argumento para llegar al poder”, escribió Juan Esteban Constaín, justamente para el prólogo de la biografía de Angela Merkel, paradigma de líder política inteligente, modesta y sensata, escrita por Patricia Salazar y Christina Mendoza. ¿Conversamos sobre el poder, sobre las mejores formas de ejercerlo y sobre el tipo de poderosos que debemos evitar?
La cultura occidental, heredera de las monarquías y los imperios, prefiere presidentes y alcaldes que fungen como reyes temporales. Casi siempre buscamos, inconscientemente, líderes sobreprotectores, machos infalibles, sabelotodos. De esos que dicen “me elegí”, en lugar de recordar con humildad que los escogieron por mayoría y no por aclamación, para una tarea temporal. Esos poderosos son implacables “(...) gentes que llegan pisando duro /que gritan y ordenan / que se sienten en este mundo como en su casa / Gentes que todo lo consideran suyo / que quiebran y arrancan / que ni siquiera agradecen el aire (...)”, como escribió José Manuel Arango.
Por otro lado, hay algunos que llegan hablando suave, no pisan duro porque temen romper el frágil tejido del mundo; dudan, titubean como nosotros, leen mucho y escuchan con atención para corroborar sus hipótesis o cambiar de ideas: les gusta aprender. Hace unos años, Vaclav Havel, el expresidente checo, se preguntaba en una charla hasta dónde tendría sentido aprovechar las ventajas materiales del poder. Si viene a la casa presidencial el secretario de las Naciones Unidas, contaba, tiene sentido que alguien cocine el almuerzo por nosotros mientras preparo la reunión con mi gabinete. ¿Pero deben hacer las compras por mí? Si tengo que ir al odontólogo, quizá sea razonable que no me hagan esperar, dados los asuntos de interés nacional que debo resolver, ¿o tal vez no? ¿Es justo que paren el tráfico de la ciudad cuando voy para el aeropuerto? De pronto, los líderes que dudan ante las tentaciones del poder y temen a sus laberintos sean los verdaderamente cuerdos.
¿Será que llegó la hora de los poderosos vulnerables, los que dudan de sus ideas, que prefieren una vida de amplio espectro a esa enfermiza obsesión por el poder, que ejercen un liderazgo colectivo y no mesiánico? ¿Seremos capaces de elegir a personas prestas a cambiar de opinión, como recomendaba Marco Aurelio, humildes y disciplinadas como la Merkel, desconfiados de los asuntos terrenales del poder, como Havel? Mientras tanto, para provocar la tertulia, ante los populismos y las amenazas autocráticas, leamos el poema Rosas en el que Borges recuerda sin querer recordar, burlándose quizás, al infame dictador: “creo que fue como tú y yo / un hecho entre los hechos / que vivió en la zozobra cotidiana / y dirigió para exaltaciones y penas / la incertidumbre de otros”.
* Director de Comfama