Por : P. Mario Franco S.J.
Con esta fiesta concluimos las celebraciones de Navidad y comenzamos el tiempo Ordinario. El Bautismo de Jesús nos invita a conocer su misterio de salvación como “El ungido” de Dios. Somos invitados por El Espíritu para ser como Él: nueva creación, hijos amados
–predilectos- de Dios.
Jesús, dejando un silencio de más de 30 años de vida en Nazaret, va a comenzar la realización de su tarea mesiánica, elegido por Dios para promover el derecho y la justicia, llevándonos a todos a la salvación. Al reino de Dios.
Podríamos preguntarnos: ¿Por qué Jesús, que no tiene pecado, se deja bautizar por Juan, con un bautismo de conversión-arrepentimiento para el perdón de los pecados? La respuesta no es tan obvia como parece. Hay algunas indicaciones que nos permiten comprender este pasaje por relación a las otras lecturas.
Digamos que Jesús lo hace, para “revelar” el modo de proceder de Dios, para salvarnos. En un gesto de humildad y abajamiento, de solidaridad, asume en su propia vida nuestro pecado. Se somete a un bautismo de penitencia para recrearnos; conducirnos a nuestra verdadera identidad: ser “hijos –amados- de Dios”, como Él. La escena del evangelio nos presenta dos bautismos en Jesús. Uno exterior –el de Juan- al sumergirse en el Jordán, y otro interior, del “Espíritu”, al surgir del río y abrirse los cielos, (muerte y resurrección), para que por el amor de Dios con su hijo y por nosotros, pasemos -en Jesús el Cristo, el Mesías- a ser Hijos amados o predilectos de Dios.
A quienes dudan de su bautismo, esta fiesta, marcada de gozo y esperanza, señala el camino de la vida cristiana que regala el bautismo en el Hijo de Dios. Un camino de entrega de la propia vida, como afirma Isaías en la primera lectura. El camino y entrega del Siervo de Dios; elegido por el Espíritu, para que, sin daño ni violencia, pueda restablecer la justicia en toda la tierra; con todos los pueblos. Para que sea luz de todas las naciones –todos los tiempos-, especialmente nuestro tiempo hoy, que habitan en tinieblas.
Los Hechos de los Apóstoles (2ª Lectura), nos señalan por el testimonio de Pedro, que en Jesucristo –el resucitado-, Dios no realiza distinciones inequitativas, excluyentes, entre los seres humanos, para ofrecer la Salvación. Eligiendo a Jesús, por su bautismo –en la cruz – lo constituyó como Mesías (Ungido), que realiza, con la entrega de su vida la liberación del mal y del pecado. Haciendo el bien, sanando a todos los hombres y a toda la creación.
El bautismo de Jesús por el Espíritu comienza en el Jordán a través de Juan, para que se cumplan todas las condiciones, promesas de Dios, pero concluye, al abrirse los cielos, en la cruz y la resurrección de Jesús, Hijo predilecto de Dios. Allí comienza una nueva vida, nueva “creación”, la nuestra, los hijos amados de Dios.