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Historia de amor

Por ana cristina restrepo j.

redaccion@elcolombiano.com.co

Nos criaron para odiar nuestro cuerpo. Crecemos bajo la presión de restricciones explícitas: poemas, canciones, novelas, moda, refranes, miradas... un repertorio de patrones culturales que nos dictan cómo habitar la propia piel, cómo proyectarnos o movernos. Cómo desear: “Con el tiempo, voy a aprender a perdonarme y habitar el deseo. Y esa será una de mis cicatrices”, escribe María del Mar Ramón en “Cuerpos” (Seix Barral, 2019).

El que Platón llamaba “cárcel del alma” terminó por subyugarse a un orden atado a excusas como el pudor y la estética. Desde la infancia, nos trazan una ruta única: cuáles partes del cuerpo exhibir y tocar en público o cómo nombrarlas con pulcritud. “Miembro viril”, “partes íntimas”, “pompis”.

El cuerpo como ideal, sueño y esclavitud (para el artista que crea, para el ser que crece y envejece) ya venía esbozado por el canon de Policleto, el de Praxíteles o el del “Hombre de Vitrubio” de Leonardo. Hipnotizados con las transmisiones desde Tokio, todavía buscamos el “Discóbolo” de Mirón.

¿Cuál velo corren los Juegos Paralímpicos?

No contentos con determinar la “validez” de los cuerpos de acuerdo con su estética, hemos definido una suerte de ortodoxia “funcional”. La sociedad impone límites al poder corporal.

Con quince medallas al momento de publicar esta columna, los 69 deportistas paralímpicos colombianos triplican el medallero de los 71 compatriotas olímpicos. Sin embargo, algunas narraciones deportivas insisten en el tono de coach de quinta categoría.

Cada competidor de los Paralímpicos es un desobediente, habita su cuerpo como quiere y no como la sociedad se lo impone; explora las diversas habilidades y posibilidades de su físico y de su mente. La disciplina y la voluntad son su respuesta a un mundo que se ofrece inviable: ciudades inaccesibles, exclusión laboral e ignorancia discursiva.

Hace cinco años conocí a dos jóvenes en un evento. Mientras conversamos de las cosas de las que hablan los desconocidos bajo la canícula vespertina, durante el lapso de espera en una fila, me contaron que eran campeones paralímpicos: entre 2016 y 2021, los medallistas Nelson Crispín (un oro, cuatro platas y un bronce) y Carlos Daniel Serrano (un oro, dos platas y dos bronces) han sido mucho más que los “seres de un día” de los que hablaba el poeta Píndaro: “¡Seres de un día! ¿Qué es cada uno? ¿Qué no es? Sueño de una sombra”.

En 1944, después de una de sus treinta y tantas operaciones, la artista Frida Kahlo pintó “La columna rota (Autorretrato de mujer sufriendo)”. Con el pelo suelto, los senos al aire y la piel descubierta, con clavos que la atormentan sin dejar rastro de sangre, exhibe el torso erguido, aprisionado entre bandas blancas. Su espina dorsal, expuesta, es una columna jónica que se desmorona. Detrás de ella, un paisaje desértico. A pesar de las lágrimas, su mirada desafía al espectador: “Tan absurdo y fugaz es nuestro paso por este mundo, que sólo me deja tranquila al saber que he sido auténtica, que he logrado ser lo más parecida a mí misma”, dijo.

En los Juegos Paralímpicos, la escultura de Mirón parece derrumbarse en la pantalla como la columna jónica que sostiene a Frida. Al podio asciende la desobediencia a los cánones, el cuerpo y la mente en otra dimensión de lo posible. Cada presea es una historia de amor

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