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Diego Aristizábal
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Diego Aristizábal

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Ignorados

Por Diego Aristizábal Múnera - desdeelcuarto@gmail.com

Un ser humano puede ser un enser, un utensilio similar a un paraguas, a una caneca perpetua de basura o a una camisa puesta sobre un mueble hace tantos días que si mucho, después de pasar tantas veces por el mismo sitio, nos percatamos de ella al rozar un pedacito de manga o un borde cualquiera.

Un ser humano también puede cumplir funciones similares a las de una silla en una casa abandonada, puede ser un clavo torcido en una caja de herramientas o una media perdida en el cajón de las cosas que desaparecen. Un ser humano puede ser un portarretrato de mal gusto con una foto que, por alguna razón, no se cambian porque nos acostumbramos a ambos. Un ser humano puede ser, en el mejor de los casos, una mata que lucha contra todos los olvidos de su dueño para no secarse.

Hace poco, en una acera, vi un hombre muerto que estaba vivo. Era un cuerpo con la cabeza escondida dentro de una chaqueta que de lejos daba la impresión de no tenerla. Sus piernas, extendidas en uve, se adueñaban de media acera. Llevaba puesto pantalón y zapatos de hombre vivo pero en realidad estaba muerto porque ¿quién puede dormir “tranquilo” expuesto a un fuerte aguacero en la ciudad? En su defecto, era una perfecta estatua de cera de uno de esos hombres que nunca se exhibirán en los museos de cera. Las personas caminaban sin notarlo, apenas esquivaban los pies largos y seguían su rumbo.

Supuse entonces que era un muñeco sin cabeza atravesado en la calle para comprobar la antipatía del afán, de esa costumbre extraña que nos hace convivir con los muertos, con los nadie, con los indeseables. Pensé tocarlo, no lo hice, someramente la piel de su mano izquierda respiró. Seguí de largo, como todos.

Ignorar a otro es fácil, yo lo he hecho, he rechazado en la calle esa mano que se queda extendida, esa palabra que me pide algo que yo tengo. He despachado con un no rotundo a una mujer que carga un niño en los brazos en un semáforo y que limpia absurdamente las farolas del carro, así después me quede con ese cargo de consciencia en la mirada. Por lo visto, cuando se multiplican los rostros del hambre, de esa necesidad por obtener un peso rogado, uno se vuelve desgraciadamente inmune, uno se conmueve cada vez menos. Esto no es normal, esto no puede ser una medida. Cuando yo hago invisible al otro estoy cargando sin querer con un muerto, que está vivo.

¿Por qué, al parecer, dejaron de doler esos muertos tirados en las aceras, esos zombis que rondan las calles? Escribo sobre personas sin nombre, sobre muertos que se arropan con pedazos de desprecio. Escribo sobre seres humanos que se esquivan como si fueran pedazos de mierda, escribo con esa desazón, con esa incapacidad de aquel que ni siquiera es capaz de prestarle los ojos a esos muertos que están vivos para preguntarles, al menos, ¿cómo amanecieron hoy? Si la sociedad es dura, uno finalmente tiene que dejar de serlo. .

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