La crisis actual que sacude a todas las comunidades que se hacen llamar civilizadas, incluida la nuestra, es también de dirigentes y líderes idóneos, éticos y preparados para conducir los destinos de los pueblos, las organizaciones o las entidades encargadas de dispensar servicios, gobernar y dirigir los entes que velan por la organización social, etc. Y ello es así porque, en medio de la lógica de la barbarie propia del neoliberalismo, no interesan las humanidades y la cultura, la experiencia adquirida gracias a los avatares de la vida, porque en su lugar se campean el ánimo de lucro, la arrogancia y el culto a los logros materiales; atrás quedaron los raseros éticos y hasta la estética.
Razón, pues, tiene la socióloga Martha Nussbaum cuando recuerda que las actuales sociedades se han llenado de codicia y narcisismo y han perdido el respeto y el amor para, en su lugar, alimentar las fuerzas que impulsan la violencia y la deshumanización (“Sin fines de lucro”, pág. 189). Por eso, cuando se observa el comportamiento de los encargados de regir los destinos del planeta el panorama general es el mismo: los que toman las decisiones son casi siempre burócratas mediocres, impreparados, corruptos e inexpertos. Se añoran las épocas en las cuales grandes líderes y hombres de bien eran los que gobernaban los destinos de los pueblos y jalonaban el desarrollo y el progreso humanos; prohombres cultos y desinteresados cuyo único destino era servir a los demás y velar por los intereses colectivos. Hombres que regían con sabiduría y paciencia, que se asesoraban bien y trataban de asertar.
En este contexto, el caso colombiano es bien diciente: aquí cualquiera, si está bien recomendado y defiende los intereses de las maquinarias corruptas que todo lo controlan, puede aspirar a detentar los cargos más importantes en los diversos ámbitos económico, político, jurídico y social. Las personas, pues, llegan a sus trabajos sin ninguna preparación para desempeñarlos; eso sí, son duchos en el arte de improvisar, malgastar y festinar los recursos.
No hay amor por el servicio público o privado, ni por las instituciones o los organismos que se presiden o para las que se labora; lo que importa es alimentar las maquinarias infectas, envilecer al ser humano, inflar los egos hasta casi hacerlos estallar. Estamos, entonces, en la época en la cual imperan los ITOS-itas e ICOS-icas; ahora todo es en diminutivo y, como diría Enrique Santos Discepolo en su “Cambalache” “Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor” “ignorante, sabio, chorro, generoso o estafador” “¡Todo es igual! ¡Nada es mejor! Lo mismo un burro que un gran profesor”.
Por supuesto, cuando los seres humanos maduremos –y a ello mucho ayudan tragedias como la que hoy vive todo el planeta gracias al coronavirus, presa del miedo, la desinformación, el derrumbe económico, la angustia y la soledad–, la razón retorne, y los valores humanos reinen en el entorno social, tendrán que producirse las grandes transformaciones y, como añora la pensadora arriba citada, advendrá un mundo “en el que valga la pena vivir, con personas capaces de ver a los otros seres humanos como entidades en sí mismas, merecedoras de respeto y empatía, que tienen sus propios pensamientos y sentimientos” pero, sobre todo “con naciones capaces de superar el miedo y la desconfianza en pro de un debate signado por la razón y la compasión” (idem).
Ojalá, eso sí, los cambios lleguen cuando aún tengamos un planeta idóneo para habitar y una vida que disfrutar con dignidad y decoro; esto es, cuando hayamos aprendido los mensajes de las muy duras lecciones que recibimos a diario. Cuando asimilemos que –para recordar la magnífica frase de un sabio exprofesor de la Facultad de Odontología de la Universidad de Antioquia y, a la vez, un gran técnico del fútbol, llamado Francisco Maturana, con quien tuve el honor de compartir hace unas semanas– perder también es ganar.