Desde semanas antes de la muerte del baterista Charlie Watts, comenzó un aguacero de videos de los Rolling Stones en los que sobresale la danza sintética de Mick Jagger. Luego, el deceso del músico portorriqueño Roberto Roena trajo también imágenes de su veloz baile salsero.
Este par de histriones octogenarios son la estampa de un siglo en el que el ritmo se conectó con la frecuencia cardíaca del planeta. Jagger ingresa a los escenarios tupidos de luz y fanáticos como si alguien lo persiguiera. Guitarra, bajo y batería ya han proclamado la canción que sigue.
El cantante alza su melena de adolescente tardío y contempla la tarea extendida a sus pies. Alza un brazo, corre a salticos hacia un ángulo, conecta el fuego del cielo con la tierra. Más que cantar, arenga. Sacude las ondas del aire, mientras saca de su garganta una potencia de caballo.
Roena es otra cosa. No
es agitador, sabe que las trompetas y tambores del Caribe están instaladas de nacimiento en su gente. Entonces sus piernas son un molino. Demuestra todo lo que se puede hacer con el regulado tap tap venido de África. Desgonza las rodillas, ejecuta una gimnasia que sus seguidores conocen y que tratan de superar sobre el asfalto.
Mientras los demás Stones sonríen y hacen piruetas con los mismos instrumentos de hace sesenta años, Jagger se defiende con una seriedad de tribuno. Es consciente, eso sí, de la
electricidad que recorre su cuerpo y del porte de mando que trepida en su voz. Se acerca al micrófono fijo solo en los momentos de descanso en su tropel de pasos y saltos menudos.
Algo diferente sucede con Roena. Su torbellino de negro vestido de blanco es un milagro regalado desde la noche del goce. Su rayo no cesa, se retira del escenario tan pronto los cobres finalizan una descarga. La audiencia agradece eso que retumba en los estómagos.
Los bailarines octogenarios no necesitan estar vivos porque siguen vivos después de la muerte. Con ellos no opera la misma contabilidad que abruma al resto de los mortales. Han alcanzado un infinito, hoy potenciado por artilugios tecnológicos. Su inmortalidad estaba conquistada desde décadas pasadas, cuando un ardor voltaico se ancló en sus extremidades, que son sus mismas interioridades