Con el sol a la espalda, me escribe el colega Jota Enrique Ríos para pedirme luces porque desea aprender a jugar ajedrez. El match por el título mundial entre el noruego Carlsen y el ruso Niepómniachi le alborotó la dormida libido ajedrecística.
Recuerda que a sus 82 años “se me han ocurrido muchas cosas que, unas a pedalazos, otras a camandulazos, y las otras en la chuzografía de la Olivetti, las he materializado exitosamente. Al ajedrez llego con miedo. Lo poco que sé lo he aprendido, no en las aulas, sino trabajando. La vida ha sido mi universidad y ahora espero darle jaque, así no sea mate, a mi soledad, dentro del silencio del juego”.
Mínima respuesta: Jota, colega mensajero de infancia y de periodismo. Sería capaz de venderle mi alma a Dios con tal de reclutar a un solo catecúmeno para esa religión del silencio que es el ajedrez.
Entrados en materia, te juro por mi chihuahua que loro viejo sí aprende a jugar ajedrez. Basta con tener ganas y estar dispuesto a “desmayarse, atreverse, estar furioso, áspero, tierno, liberal, esquivo”, como en el soneto al amor de Lope de Vega.
Llegas un poco tarde al mundillo blanco y negro pero te recibimos con los 64 escaques abiertos. Nunca es tarde para acceder a la belleza y al misterio que encierra este juego que le lleva dos mil años a cualquier solar de los barrios que recorrías en tus inicios de turismero. Mientras hacías mandados en cicla, yo los hacía reventando infantería, llevándoles leche, arepas y huevos a las señoras de la cuadra para financiarme la entrada dominical a gallinero. Si nos hubiéramos encontrado, habríamos inventado el moderno servicio a domicilio que se tomó la aldea global.
Para empezar tu desanalfabetización, te recuerdo que el ajedrez se juega sobre un tablero que recuerda las banderas que encontrabas al final de tus carreras de ciclismo. Tienes camino adelantado.
Las piezas o trebejos son fáciles de distinguir: por ejemplo, las que parecen caballos, son caballos, las torres, torres.
La reina puede realizar cualquier movimiento, salvo el del caballo que no rima con su fragilidad. El rey es apocado rey de burlas pues apenas se mueve torpemente una casilla hacia cualquier lado.
Jota, ojo con los peones porque son la sal y al azúcar de este jurásico deporte. Su oficio, aparentemente modesto, no lo es tanto porque si logras llevarlo a la tierra prometida de la octava casilla, podrás convertirlo en altiva reina sin pasar por el bisturí del cirujano plástico.
En internet encuentras métodos que te enseñarán desde atravesar un paso cebra a penetrar en los intríngulis del ajedrez. Por hoy, no te atraganto de más información porque te indigestas y te puede dar un patatús. No nos quitemos más tiempo porque me voy a reproducir la última partida del mundial.