Las pirámides de Egipto tienen pintados mensajes de hace 4.000 años en las que adultos refunfuñones de la época se quejaban de las nuevas generaciones: “Los jóvenes ya no respetan a sus mayores y no tienen sentido del deber ni del sacrificio”. Y hace 2.500 años Sócrates decía: “La juventud de hoy ama el lujo. Es maleducada, desprecia la autoridad, no respeta a sus mayores y parlotea en vez de trabajar”. Se ve que no hay tópico más grande que el de criticar a la juventud, siendo uno añoso, y sostener que las nuevas generaciones son una decepción y que van de cabeza a la catástrofe. Cosa que el tiempo ha demostrado que es falso, porque, si hubiéramos ido decayendo sin parar desde hace 4.000 años, a estas alturas seríamos amebas.
Así que no, cada generación no es peor que la anterior.
Cosa difícil de aceptar, lo comprendo. Es cierto que la nueva generación de “nativos digitales” tiene, por primera vez en la historia (o al menos en la historia que controlamos), un coeficiente intelectual más bajo que el de sus padres. Eso cuenta el neurocientífico Michel Desmurget en su reciente libro “La fábrica de cretinos digitales”. Sus datos resultan aterradores y concuerdan con otros estudios que demuestran el impacto de las nuevas tecnologías sobre el cerebro. La única parte buena de todo esto es que ahora los viejos podemos arremeter contra las nuevas generaciones contando por fin con cierta base científica. Aunque, pensándolo bien, como la tecnología también nos está fosfatinando la cabeza a los mayores, seguimos manteniendo con los más jóvenes la misma ratio de entontecimiento. No, no creo que sean peores que nosotros.
El problema es que, aunque el cerebro deja de crecer entre los 11 y los 14 años de edad, tarda mucho más en madurar. Por ejemplo, la corteza cerebral prefrontal no madura hasta los 24, y es una zona esencial porque regula el ánimo, la atención, el control de los impulsos y el pensamiento abstracto, el cual, entre otras cosas, te permite anticipar las consecuencias de tus actos. Por eso hasta alcanzar esa edad las personas cometen (y hemos cometido) tantísimas inconmensurables estupideces.
La diferencia es que antes los adultos eran más restrictivos y en general las familias ejercían un mayor control sobre los adolescentes inmaduros, lo cual tenía partes buenas y partes muy malas. Nada que objetar a esos padres que respetan a sus hijos y los educan en la responsabilidad personal; mucho que lamentar en esas familias en las que el adolescente carece de límites, bien porque es mimado hasta el reblandecimiento mental o porque es ignorado y dejado a su aire. Y aquí hay padres que dirán: trabajo tantas horas, estoy tan agotado que no tengo tiempo; y familias monoparentales que se quejarán aún más, y probablemente con razón; y llegarán los profesores y dirán que no dan abasto y que no pueden hacer milagros ante la desidia de algunos padres; y vendrán los expertos y explicarán que las redes amplifican los “malos ejemplos” y que el contagio de las necedades se multiplica.
Todos tenemos responsabilidad, en fin, y todos podemos tener también excusas. Pero más vale que empecemos a remar, porque no podemos permitirnos que la cansina queja de los viejos contra los jóvenes termine siendo cierta