El pasado miércoles el mundo fue testigo de un intento de golpe de Estado que hasta hoy solo hubiera sido posible imaginar en una película de ciencia ficción; una horda enfurecida asaltó en Washington al Capitolio con la intención de impedir la certificación de la legítima y democrática elección del presidente electo Joe Biden. Saquearon oficinas de congresistas y senadores, quienes tuvieron que interrumpir sus labores, huir y ponerse a salvo durante varias horas. Lo más grave es que la horda respondió a la incitación del presidente Donald Trump, quien, incapaz de admitir su derrota en las urnas, los invitó a rebelarse. “Nunca recuperarán nuestro país con debilidad”, dijo, calificando el resultado electoral de noviembre como un “ataque atroz a nuestra democracia”. Siguiendo las órdenes de su líder, la horda marchó hacia el Capitolio.
Pero la subversión no existe solo en la horda que asaltó al Congreso. Los mayores aliados están, además, en la Casa Blanca, en un grupo de congresistas radicalizados que, contra todas las evidencias y haciendo caso omiso de los hechos, estaban decididos a hacer trizas la voluntad popular y oponerse a la elección legítima del presidente electo Joe Biden. Es precisamente esta sinergia entre grupos antidemocráticos de ciudadanos y de políticos radicalizados lo que nos tiene que poner en alerta. De hecho, en los últimos años se ha observado una creciente ola antidemocrática en el mundo. Hace algunos meses grupos antivacunas trataron de asaltar al parlamento alemán en Berlín. En los Países Bajos, campesinos furiosos, incitados por líderes antidemocráticos y populistas, asaltaron oficinas gubernamentales. Por las calles de Budapest, en el 2006, una turba antidemocrática asaltó al parlamento y fue protagonista de enfrentamientos con la policía durante semanas. Fue el comienzo de un proceso de radicalización política que llevó al autoritario Viktor Orbán a ser primer ministro. Con la complicidad de la cobardía y la inacción de las fuerzas moderadas, estos líderes han logrado posicionar a sus representantes y a sus ideas antidemocráticas en el centro del discurso político, hackeando así partidos e instituciones democráticas. Está pasando en Francia con Marine LePen y en Italia con Matteo Salvini. En Colombia encontramos rastros de “trumpismo” en un alcalde como Daniel Quintero o en un candidato presidencial como Gustavo Petro.
Todo esto sugiere que la democracia liberal ha perdido hoy su empuje propulsor. Hay una brecha amplia y profunda entre las instituciones y la ciudadanía; es una brecha que hoy está llena de los odios y resentimientos de una minoría de la población, convocados por líderes populistas, antidemocráticos y autoritarios, que los hacen sentir como una mayoría. Trump el 29 de enero dejará La Casa Blanca, pero el trumpismo no dejará el escenario político. No hay que olvidar que 75 millones de ciudadanos votaron en noviembre por Trump, a pesar de que durante cuatro años se ha dedicado a convertir en chatarra a las instituciones y normas democráticas. Por eso, como lo sugiere el politólogo francés Marc Lazar, hoy se necesita de un proyecto político que instaure una confianza de doble vía: de los ciudadanos hacia las instituciones democráticas y de los políticos hacia la población