Por Fernando velásquez V.
Vivimos en un mundo lleno de prisas y ocupaciones, en el cual las máquinas infernales nos desplazan y se roban nuestras risas y silencios, por eso ya no queda tiempo para cultivar el afecto y llamar a los amigos a nuestro lado. La amistad es un regalo precioso y misterioso que, casi siempre de forma repentina, aparece en el camino; por ello, decía Séneca, “medítalo mucho antes de conceder tu amistad; una vez concedida, abre al amigo tu alma, con tanta confianza en él como en ti mismo”. Sin embargo, esa es una muy dura tarea, pues así seamos cuidadosos terminamos por equivocarnos; también a los demás les sucede lo mismo con nosotros. Los seres humanos, siempre volubles, cambiamos y nos transformamos; nuestro mejor amigo hoy, puede ser mañana el peor enemigo porque es quien mejor nos conoce.
Como ella es tan cercana al amor, todo lo perdona, porque no sabe de lejanías ni distancias; es una amante sin par que regala claveles y mohines, que juzga y alaba, perdona o hasta se llena de necesarios enojos. El amigo leal siempre está ahí con la mano tendida, presto a partir en el barco a nuestro lado cuando el temporal arrecia, o a presenciar la llegada de las golondrinas viajeras que se anuncian estridentes. El camarada es el que, en medio de las soledades, muestra el camino y nos ayuda a olvidar los traspiés; por ello, dice Manuel Cañete, “refugio de la amistad son las selvas deleitosas, crecen allí con las rosas la inocencia y la verdad”.
La amistad, dice Martín Descalzo, al mismo tiempo que importante y maravillosa, es algo difícil, raro y delicado: “Difícil porque no es una moneda que se encuentra por la calle y hay que buscarla tan apasionadamente como un tesoro. Rara porque no abunda: se pueden tener muchos compañeros, abundantes camaradas, nunca pueden ser muchos los amigos. Y delicada porque precisa de determinados ambientes para nacer, especiales cuidados para ser cultivada, minuciosas atenciones para que crezca y nunca se degrade”. De ahí que, añade el escritor hispano, las dos cosas más difíciles del mundo son ser un buen amigo y encontrar un buen amigo porque ellas “suponen la renuncia a dos egoísmos y la suma de dos generosidades”.
La amistad, para recodar la reflexión de Pedro Laín Entralgo, supone valores como el respeto, la franqueza, la generosidad, la aceptación de los yerros de los otros, la imaginación frente al aburrimiento y, por supuesto, el estar libre a la camaradería; en síntesis, ella es todo lo opuesto al egoísmo. Por ello, dice el autor citado, es “una comunicación amorosa entre dos personas, en la cual, para el mutuo bien de estas, y a través de dos modos singulares de ser hombre, se realiza y perfecciona la naturaleza humana”. Y Aristóteles dirá, de forma esplendorosa, que ella “es una virtud o le acompaña la virtud, y, además, es cosa muy necesaria para la vida, pues sin amigos nadie desearía vivir aunque poseyera todos los demás bienes”. Y, al hermanarla con la Justicia, señala: “cuando los hombres son amigos no necesitan de la justicia, mientras que, aun siendo justos, necesitan de la amistad”.
La amistad, pues, es un bálsamo que alimenta el alma, endulza los dolores y alivia las partidas cotidianas; ella está ahí en medio de las nostalgias y las alegrías para alumbrar el camino. Es el espadachín en las tormentas, el escudo protector de los enojos y el látigo de las iras. Loado, pues, el compañero que soporta nuestras pesadeces y nos atesora en su alma en medio de la tarde borrascosa, o al despedirnos cuando despunta el alba próximos a la partida. Así las cosas, dice Miguel de Unamuno, “cada nuevo amigo que ganamos en la carrera de la vida nos perfecciona y enriquece más aún por lo que de nosotros mismos nos descubre, que por lo que de él mismo nos da”.