Los muertos del coronavirus no descansan en paz. No los dejan. Una de dos, o son una cifra movediza o se llevan su ponzoña al más allá. En cualquiera de los casos nadie los vela, las familias lagrimean de lejitos, carecen de ceremonia, cantos, flores. Son muertos desangelados.
Una foto tomada por Ryan Cortez Buinaje, publicada en portada del domingo en El Espectador, es patente de desolación. Un carcomido pabellón vertical del cementerio de Leticia presenta varias tumbas de recientes fallecidos por el virus. Antes de que se secara el cemento que los oscurece, alguien, tal vez el sepulturero, punzó sus nombres condenándolos con la inscripción C-19.
Estos muertos, de apellidos milenarios -Vicharra, Amia, Yukuna, Carijona-, quedaron rotulados como apestosos. Se fueron a la eternidad cargados de un veneno del que no fueron responsables. ¿Alguien se atreverá a abrazarlos en el cielo? ¿Sufrirá San Pedro un ligero escalofrío mientras los anota en el libro de recién llegados al nunca jamás?
Entre ellos hay uno célebre, Antonio Bolívar, Karamakate en “El abrazo de la serpiente”. Los espectadores recuerdan su fortaleza física, su plumaje en los premios Óscar, la fugacidad de quien desde su pueblo uitoto tocó el cielo de las estrellas. Pues hoy yace con su C-19, signado con letras chuecas al lado de otros desahuciados de la vida y de la muerte. Ni la serpiente lo libró de esta ignominia.
Los difuntos C-19 engruesan la numeración diaria que supera los 600 en Colombia, país que la ha sacado barata. Impulsan la rueda fichada que capitaliza la mortandad. Al mirarla cada mañana, los sobrevivientes amontonan miedo.
Pocos les otorgan el homenaje de individualizarlos como humanos idos, que se agregan a los vivos para componer la vasta legión de quienes sienten, son singulares y no intercambiables. Nadie piensa en que cada uno de ellos tuvo una estrella propia entre la miríada de astros que nos superan. Esa estrella permanece hoy a su lado, tal vez gime.
El desgranar diario de muertos no homenajeados amenaza la honra de la misma muerte. El contador de fallecidos se parece al medidor de kilómetros que se acelera con el leve impulso del pie sobre el acelerador. La banalidad de la muerte, la banalidad del mal, diría Hannah Arendt.