Algunas cifras redondas para rastrear el capricho nacional reciente del Coronavirus. La cima de la tercera ola sucedió hace un mes. En la cuarta semana de junio se llegaron a registrar en un solo día 33.600 casos de contagio nuevo y 750 muertos. Pues bien, también en un solo día del fin de semana pasado, los casos nuevos bajaron a 11 mil y los muertos a 350.
Estos números yertos indican que en un mes se redujeron tres veces los contagios y dos veces los fallecimientos. Dirán los expertos que las vacunas son el verdadero tatequieto para la pandemia. Tienen y no tienen razón. Tienen, porque en este lapso se hundió el acelerador de la vacunación y llegaron al país innumerables frasquitos con el líquido salvador.
Y no tienen, pues precisamente hacia esas horrendas jornadas del pico de los picos, las autoridades decidieron eliminar las medidas de confinamiento generales o sectoriales, pico y cédula, negativa de acceso a restaurantes, cines y demás esparcimientos. Se animó el país, se reabrieron los negocios, se impulsó el renacimiento de la economía, los colegios pudieron recibir niños de carne y hueso.
En síntesis, la gente regresó a las calles y dejó de preocuparse por las distintas guillotinas que le impedían moverse como lo había hecho toda la vida. La única rutina que siguió imperando, fastidiosa aunque más llevadera, fue la triple: tapabocas, jabón y distanciamiento. La sabiduría popular emitió un concepto: “es que la gente le perdió el miedo al virus”. En buena medida este juicio acertó.
Antes, durante casi año y medio la población estuvo encerrada en la burbuja de los empanicados. Y allá adentro no fluía ni la respiración ni la gimnasia ni la confianza en los sencillos trucos de la buena vida.
Por eso pulularon los contagiados. Las aporreadas defensas naturales del organismo les dieron la espalda a las mayorías temerosas. Las hormonas del miedo bloquearon la generación y circulación de los escudos protectores con que cada ser humano nace, crece y se acerca tercamente a la felicidad.
Cuando los gobernantes suspendieron las restricciones y destaparon calles, almacenes, fábricas y tinteaderos, los contagios y decesos se vinieron abajo. Las personas cambiaron el pavor obsesivo hacia la pandemia, por la bendición de sentirse autoinmunizados. Y el país amaneció sin filas en las Ucis