Por MICHAEL REED H.
La semana pasada los titulares anunciaron avances en contra de la corrupción en la administración de las cárceles colombianas. Según el registro, el director de la cárcel Modelo de Bogotá fue capturado y procesado, junto con otros servidores públicos, por haber “diseñado un esquema de corrupción para conceder beneficios a reclusos, ingresar drogas y otros elementos restringidos por el sistema penitenciario, o avalar visitas en horarios no autorizados”.
Cayeron unas cuantas manzanas podridas, pero todo seguirá igual.
La corrupción en la administración carcelaria no es un problema que se resuelve con la judicialización de una docena de corruptos. La ilegalidad y la corrupción hacen parte de las reglas del juego en la prisión, tanto para quienes la habitan como para quienes la administran y la controlan.
La corrupción que se da a conocer –la de las mordidas, los tratos preferenciales, la exigencia de coimas por no aplicar la ley, el favoritismo de algún contratista, y la protección del tráfico y la comercialización de artículos y sustancias prohibidos– es la punta del iceberg.
La corrupción va de la mano con la imposibilidad de aplicar la ley en las prisiones colombianas: el problema es sistémico.
La trasgresión deja de ser un evento individual y se manifiesta como fenómeno colectivo que cuenta con connivencia organizacional. La manera como se conducen las cárceles es producto de una estrategia consciente (formal o informal) de gestión: se sabe que es imposible aplicar la ley; se esconde y se niega; se gestionan las emergencias y los escándalos; y todo se hace bajo un manto de connivencia con el no-derecho y la negligencia sostenida. La corrupción sistémica no es un invento o un ejercicio de unos cuantos; es síntoma de fallas institucionales.
En este ambiente, hay unos que ejercen actividades predatorias más evidentes o más groseras que otros, pero todos están inmersos e involucrados en la dinámica de corrupción. Quienes tienen contacto con el mundo de la prisión en Colombia (presos, administradores, guardianes, contratistas, jueces y familiares), ingresan a un ambiente organizacional marcado por el quebrantamiento legal y la violencia. Ellos no arman ni estructuran los arreglos de corrupción; se inmiscuyen en los existentes poco a poco.
Adaptando los hallazgos de Maurice Punch (en su trabajo sobre la corrupción sistémica en organizaciones encargadas de hacer cumplir la ley), las personas que se relacionan con la prisión se trepan, se tropiezan, se resbalan, se hunden o se dejan llevar, con distintos grados de conciencia y de dudas, hacia la desviación o la transgresión. Al inicio, las prácticas trasgresoras pueden parecer inofensivas (obviamente hay escalas de grado o de gravedad); además dependiendo de la volición, la persona puede ser más o menos activa. Sin embargo, en el marco de una práctica generalizada, el silencio o la pasividad se traducen en tolerancia, y vivir bajo las reglas torcidas sin resistirlas es complicidad. Así, quienes se relacionan con la prisión, quizás sin tener conciencia de todo lo que pasa, terminan untados hasta el tuétano por la trasgresión y la corrupción.
En la prisión colombiana, la ley es adorno. La caída de un par de manzanas podridas no puede cambiar esa situación. La solución pasa por un reforma profunda del sistema de administración de justicia, del subsistema carcelario, y de los mecanismos de control, que son igualmente cómplices de la corrupción sistémica de la prisión colombiana.