Por david e. santos gómez
Poco menos de un semestre después de tomar posesión como presidente de Perú, Pedro Castillo se muestra como un pájaro asustado. Navegando desde sus primeros días a través de crisis tan repetitivas y profundas que parecen una sola, muchos dudan de que logre terminar el quinquenio para el que fue elegido. Él responde que sí, que lo hará, que saldrá de la silla del ejecutivo en 2026, pero acepta que no estaba preparado para esto, que no tuvo la deseada luna de miel de otros políticos cuando arrancan sus ejercicios de mando, que apenas vive el ascenso en una curva de aprendizaje y que el país que gobierna es su escuela. Acepta su incapacidad y la camufla en inocencia.
El profesor de izquierda que ganó sorpresivamente las elecciones de junio del año pasado se encontró de frente con un cargo que superaba por mucho sus capacidades. Las alianzas con propios y opositores que improvisó para formar un gabinete se fueron descosiendo con el pasar de meses y dejaron en evidencia la torpeza de Castillo y la habilidad de los mismos de siempre, corruptos investigados, para detonar acuerdos y aprovecharse del Estado. Una combinación fatal.
En momentos en los que el presidente se jacta de estar en preparativos para entender el poder, en su país se consolida la imagen de un barco sin timón. Pocos le creían antes de asumir y ahora lo reprochan muchos más, desconfiados de un hombre que se muestra tembloroso frente a las preguntas simples y calla en los cuestionamientos más duros. Según una encuesta de Ipsos Perú solo el treinta y tres por ciento de los peruanos aprueba la gestión del profesor frente a un sesenta por ciento que lo desaprueba.
El camino que le falta por recorrer al presidente es arduo y la destitución flota en el ambiente. Ya en diciembre fracasó un intento de sacarlo del poder, bajo la figura de vacancia, pero parece evidente para todos que vendrán nuevos enviones, de los cuales es altamente posible que Castillo no logre escapar. Cinco años son eternos si los reflejamos en la torpeza de un liderazgo inadvertido, en el que, además, el primer desconfiado sobre las capacidades de mando es el mismo gobernante. Él insiste en que le den tiempo para entender la máquina del Estado. Pero tiempo no hay