Creo que los colombianos que con mayor estupor y posterior tristeza recibimos las noticias sobre las circunstancias y los autores materiales del asesinato del presidente de Haití, Jovenel Moïse, somos quienes, con orgullo y dignidad, unos actualmente, otros en el pasado, vestimos el uniforme de las Fuerzas Militares de la República.
La participación de militares retirados de la actividad castrense en ese deleznable hecho merece no solo la condena pública, sino intentar, como sociedad, responder a la pregunta: ¿por qué pasa esto? La respuesta es compleja y tiene muchas aristas.
Los desafortunados hechos de Haití responden, sin duda, a luchas por el poder entre mentes que no lo merecen ni están preparadas para ejercerlo. Para esa demencial empresa, corrompen conciencias y voluntades en cualquier sitio, a cambio de canonjías, sin importar el dolor, muerte e indignidad que en el camino causan.
La educación del militar colombiano está fundamentada en principios y valores. Entre ellos, los de justicia, lealtad y confianza. Pero es evidente que, en el transcurso de la vida de cada soldado, tales principios y valores pueden alterarse por las reminiscencias de su hogar, el ejemplo de sus superiores y las propias experiencias en un entorno gaseoso. Lo que no es correcto es juzgar el todo por la parte, ni buscar en las ovejas descarriadas las motivaciones del rebaño.
No hay duda de que las circunstancias en que se mueve el soldado lo sumergen en factores disolventes de los principios y valores que la institución le inculca. Por ello los procesos de selección, educación, entrenamiento, evaluación, ejemplo y control deben ser de mayor rigor y exigencia que los aconsejables en otras profesiones.
Esas mismas circunstancias hacen imperiosa la necesidad de auscultar la psiquis del guerrero una vez se aparta de su oficio, cuando nacen nuevas expectativas y encuentra que carece de oportunidades para ser exitoso en una nueva vida. Sobre ello hay mucho por hacer, con espíritu constructivo y solidario.
La columna de Héctor Abad Faciolince, Operación Haití, publicada por el Espectador el pasado 11 de julio, lamentablemente va en la dirección contraria. El escritor aprovecha este infausto hecho para denigrar de la institución más querida de la sociedad colombiana. Sus conceptos no se justifican ni por su mente ingeniosa, ni por las circunstancias que rodearon el atroz asesinato de su prestigioso padre, ni por un eventual estado alterado de consciencia.
Duele su actitud despectiva, descalificadora y estigmatizante. Además, resulta miope que un colombiano ilustrado, de tantos pergaminos y premiado con las mejores oportunidades, proceda así en momentos en que parece que la sociedad anestesiada por los horrores de décadas de guerra y la pandemia se alista para despertar. No es el momento de ser virulento con las instituciones que sostienen al Estado, sino la oportunidad propicia para recordarle al país que su ejército no está compuesto por seres despreciables, sino por hombres y mujeres con vocación de servicio, instruidos y capacitados para brindar seguridad a la sociedad, defender los intereses de la nación y disuadir eventuales amenazas.
Después de décadas de violencia interna es normal que se presenten fisuras en la solidez institucional, pero es deber de los más capaces y de quienes han tenido los mayores privilegios contribuir a corregir las fallas y no denigrar sin justicia de una de las instituciones más respetables, queridas y necesarias para el bien común de nuestra nación