Para muchas personas que practican su religión, dejar de ir a la iglesia o al lugar de culto está siendo una experiencia dolorosa porque tenían forjado el buen hábito de ir a misa o a la ceremonia correspondiente de acuerdo con su credo. Es como tener un amigo muy querido (en este caso Dios) y verse obligados a dejar de ir a su casa.
Para la mayoría de líderes religiosos ha sido muy difícil adherirse a las políticas del Estado de evitar reuniones masivas y, por lo tanto, tener que cerrar sus iglesias.
Muchos de ellos viven solos y, en el caso de los sacerdotes católicos, los feligreses se convierten en la familia a la que renunciaron voluntariamente para entregarle su vida a Dios y al servicio de los demás. Está siendo para ellos un tiempo durísimo de prueba al ver las iglesias vacías y al tener que celebrar solos la misa o frente a un aparato electrónico. Extrañan a esos feligreses comprometidos, que van cada domingo (o diariamente), que ayudan leyendo las lecturas, haciendo la colecta, repartiendo las hojitas con el Evangelio del día o vendiendo empanadas a la salida.
Esta es solo una de las muchísimas consecuencias devastadoras que trae la pandemia del covid 19.
Para un católico (religión a la que pertenecen la mayoría de los colombianos) la Eucaristía es la “fuente y cumbre de la vida cristiana” (Constitución Lumen Gentium 11) y en un momento tan lleno de angustia para la humanidad, millones de fieles alrededor del mundo se están privando de alimentarse de Cristo mismo, presente en el pan y el vino consagrados.
La Iglesia, así como establece una serie de preceptos (como la misa dominical) también concede dispensas porque sabe que existen casos excepcionales como esta pandemia en la que, por responsabilidad ciudadana y para evitar más eslabones en esta cadena de contagios, es mejor incluso que algo tan sagrado y sublime como es la misa deje de celebrarse públicamente.
Quien cree debe tener en cuenta que Dios conoce lo más profundo del corazón del hombre y Él sabe del dolor que le causa dejar de ir a visitarlo a su casa. Pero ese dolor lo puede transformar en un amor más hondo, en el amor de dos amigos que se extrañan pero que pueden seguir comunicándose por otros medios como, en este caso, la lectura de la Biblia, el rezo de algunas oraciones, el sentarse a conversar, el ofrecimiento del propio dolor o el vivir el servicio con los demás y ver en ellos al mismo Jesús. Aunque no sustituyen la misa, pueden permitir que el fiel descubra o fortalezca nuevos aspectos de su relación con Dios.
La fe se puede cultivar desde casa con esos buenos hábitos y cuando pase el tiempo de pandemia los fieles podrán volver al hogar de ese amigo tan preciado y decirle “¡cuánto extrañé venir aquí! Mientras tanto ¡aprendí otras maneras de comunicarme contigo!”. Es decisión del creyente si aumentar con fervor su fe en tiempos de pandemia o dejarse llevar por al tristeza o la desesperanza. Sin duda, la primera actitud es mucho más sana para el espíritu.