Por Jorge Zepeda Patterson
El alto nivel de aprobación que mantiene el presidente Andrés Manuel López Obrador provoca perplejidad y quizás algo de frustración en buena parte de los lectores. Para todos los que no votaron por él y asumieron que el paso del tiempo inevitablemente desengañaría a los que sí lo hicieron, es poco menos que incomprensible que con una pandemia en marcha y la consiguiente devastación económica, las encuestas revelen que más personas votarían por él hoy que hace dos años.
Todas las semanas el líder de Morena ofrece, a juicio de sus críticos, pruebas tangibles de su rusticidad, su soberbia o su incapacidad. Pero, tras 110 semanas en el poder y una exposición diaria de dos horas en las que sin ningún filtro ni postproducción improvisa, divaga y provoca, parecería que no hay mucho más espacio para el desengaño. ¿Qué podría hacer o decir López Obrador, que no haya dicho o hecho, que sea capaz de generar un desplome mayúsculo en sus niveles de aprobación?
Hizo un sorteo de un avión sin avión; canceló un aeropuerto semiconstruido; alabó a Donald Trump y le hizo el trabajo sucio con los centroamericanos; nos hemos convertido en el cuarto país en número de muertos por la pandemia, a la que el presidente describió como algo que nos venía como anillo al dedo. Hemos vivido el peor año del que tengamos memoria los mexicanos y no obstante, contra toda lógica aparente, el mandatario no ha perdido el apoyo de sus seguidores que, dicho sea de paso, por su pobreza han sufrido más que otros sectores.
Quizá la explicación está en que López Obrador ha construido una poderosa narrativa que lo presenta como un presidente que gobierna para los pobres y en contra de los privilegiados. Pero no es una narrativa hueca, todo lo contrario, López Obrador ha sido absolutamente congruente con el mandato social del que se siente portador.
La mayoría de sus programas se han realizado de manera apresurada, a tirones y jalones, con cuadros operativos insuficientes, a partir del ensayo y el error, y a veces sin eso bajo la lógica de que toda rectificación es expresión de debilidad. Y sin embargo, comparado con sexenios anteriores, la lista resulta impresionante a ojos de todos aquellos que hasta ahora se habían sentido víctimas de gobiernos cómplices de la élite. En suma, la popularidad de López Obrador no tiene nada de irracional o misterioso. Su popularidad resulta explicable. Se nutre de dos factores que están a la vista: uno, una narrativa populista apoyada por políticas públicas claramente destinadas a favorecer a los pobres y a cuestionar a la élite. Dos, por un dato que está más allá del debate ideológico o del gusto político; los pobres son mayoría. ¿Por qué no habrían de apoyarlo?.