Por Michael Reed H.
Poco después de la firma del Acuerdo de paz, escribí que, si el respaldo a su implementación no incrementaba, nos quedaríamos con la siguiente sentencia: “2016, el año en el que se firmó la paz ausente”.
Una gran parte del país no reconocía la ventana de oportunidad que se abría para hacer frente a problemas ignorados. No se trataba de idealizar el Acuerdo ni sus réditos; el punto era (y sigue siendo) que ese pacto abrió una posibilidad “para implementar decisiones políticas que podrían tener un impacto trascendental en la recuperación de lo público y, concretamente, en mejorar la vida de las comunidades más afectadas por la guerra”.
Afirmé a finales de 2016, en “La paz, ¿a ritmo de...?”, que lo pactado era imperfecto y que la mitad nunca se implementaría, pero que aún así, ese acuerdo era una de las oportunidades más significativas que el país había tenido en décadas.
Eran momentos de euforia: la dulce música de la paz arrullaba y sostenía un ambiente de ilusión y expectativa. Advertí que ese ambiente apacible desvanecería pronto, alterado por melodías hostiles –esas que desesperan y que reflejan nuestros tiempos-.
Ahora, estamos sometidos al bullicio irrespetuoso de parlantes estrambóticos que con su traqueteo animan a un burdel voraz que se alimenta de hacerle la guerra a la paz. El perreo del fin de 2016 ha degradado. Todo es más tosco; varios de los embriagados gritan y contorsionan, mientras que su público celebra.
Quienes lideran la movilización en contra de la paz apuntan a que nadie se quede por fuera del trance. “Tú, ¿de qué lado estás?”, inquiere, de manera simplista y manipuladora, una valla publicitaria del Centro Democrático, sobre un componente de esta guerra. Hay que tomar partido –obviamente, por los buenos y en contra de los malos.
Los grises y los matices no hacen parte de la ecuación. Todo está puesto en blanco y negro para que las cosas parezcan simples, para que la gente tome partido, para que la realidad se vuelva un campo de batalla entre extremos: los buenos y los malos, los amigos y los enemigos, y (claro) los de derecha y los de izquierda.
La polarización es un recurso y un estado psicológico que carcome las mentalidades y las sensibilidades. Es una condición y un atributo de la guerra; es un lente que solo ve opuestos y que no permite encuentros. Construye identidad en oposición a otros, odiados y malditos. Sustituye el proceso analítico de lo que uno cree por el rechazo a lo que los otros representan (o se dice que representan).
La identidad colectiva no está basada en elementos propios, sino en un posicionamiento por antinomia a lo que se le tiene miedo o se rechaza. La polarización conduce a interpretar el mundo sin tener que entenderlo, evadiendo todo ejercicio de simpatía o empatía.
La polarización vive del odio; es voraz y totalizante. Anula la posibilidad de discutir, de encontrar matices, de saber qué es lo que tanto molesta o de entender cómo se pueden abordar los problemas.
Entre gritos, acusaciones y mistificaciones del bien y del mal será imposible encontrarnos. Así, 2016 se quedará como el año en el que se firmó la paz ausente; y 2019 se revela como el año en el que la guerra a la paz nos consumió.