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La implosión de EE.UU. como potencia

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Por Máriam Martínez-Bascuñán

Es frecuente que a un periodo de decadencia de un imperio le siga su caída. Las guerras del Peloponeso anticiparon la caída de la Liga griega, mientras la corrupción y las divisiones del Gobierno anunciaron la de Roma y la de la Florencia republicana del Quattrocento, tan bien relatada por el cronista Maquiavelo.

Ahora que contemplamos arder las calles de Minneapolis y un pirómano azuza el odio desde la Casa Blanca, no es descabellado pensar que, tal vez, la decadencia del imperio sea esto, y que asistimos en directo a la implosión de Estados Unidos como potencia o, cuando menos, a una grave limitación del poder del mayor mito nacional del siglo XX, tan vigoroso que llegó a hacernos creer que el mundo podría moldearse a su imagen y semejanza.

Desde luego, su ejemplo no es hoy muy edificante. Ante un momento de urgente necesidad de un liderazgo internacional, el mundo se encuentra abandonado ante un enorme vacío, cristalizado en la suicida ruptura de Estados Unidos con la Organización Mundial de la Salud y tras boicotear a conciencia todas las herramientas multilaterales que permitirían afrontar con cierta eficacia la primera crisis sanitaria y global del siglo XXI.

“Cabe la posibilidad de que Trump se autodestruya”, afirmaba hace poco Judith Butler, señalando de qué forma el magnate ha mostrado todas las debilidades del hombre fuerte. Tras negar la ciencia, la instrumentaliza para afrontar la búsqueda de la vacuna en la nueva carrera espacial del siglo XXI con el implacable competidor chino. La pomposa glorificación de los datos económicos positivos durante su mandato ha terminado con la mayor tasa de desempleo desde la Gran Depresión, y su vacuo repliegue de fronteras no ha conseguido cerrar el paso a una pandemia global que ya ha dejado más de 100.000 muertes en el país. La pregunta es si EE.UU. podrá sobreponerse a la autodestrucción de Trump, y si una nueva presidencia podrá reconstruir los consensos rotos, su institucionalidad o su menguante autoridad en el mundo.

Trump no ha sabido dar ninguna respuesta, pues solo tiene enemigos: “Su nacionalismo es puro odio”, señalaba Ben Rhodes, antiguo asesor de Seguridad Nacional de Obama. Pero lo peor que ha hecho Trump no es azuzar ese odio, sino instaurar un clima de fanatismo, de rechazo hacia el adversario político, pero también hacia negros y mexicanos, hacia China, hacia la prensa y, ahora, también, hacia las redes, el otrora espacio natural del Troll in Chief, que han terminado censurándolo por hacer apología de la violencia.

Dice la filósofa Carolin Emcke que “el odio solo se combate rechazando su invitación al contagio”. No está de más recordarlo ahora que tenemos algunos aprendices de Trump en nuestro Congreso. E incluye también un aviso a navegantes: “Quien pretenda hacerle frente con más odio, ya se ha dejado manipular” .

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