Querido Gabriel,
De las pruebas del Icfes que me tocaron a mí, por allá en 1992, recuerdo pocas cosas. Recuerdo que ese día hubo un temblor de tierra (pensé que el estudiante detrás de mí quería hacer fraude y que por eso me estaba moviendo la silla). Pero, sobre todo, recuerdo una pregunta del examen. ¡Una sola, de más de 200!... ¿Para qué sirven las cejas? Estaba en el módulo de biología, seguro porque no hay sección de sentido común. ¿Conversamos sobre la importancia de las buenas preguntas? ¿Nos preguntamos por qué no hacemos más preguntas? ¿Valoramos la necesidad educativa, emocional y política de no parar de preguntar?
Las mejores preguntas desatan la imaginación. La de las cejas fue la única sobre la que se habló a la salida y durante la semana siguiente del examen. Antes de responderla me vi en la finca de mi abuela, en una caminada por el monte, en medio de mosquitos. Imaginé mis cejas funcionando: el sudor espeso del medio día se deslizaba hasta ellas por mi frente y, con elegancia, se deslizaba a un lado para no llegar a los ojos y cegarme por unos segundos. Supongo que las cejas fueron un factor de supervivencia en el mundo prehistórico. Nuestro rostro perdió casi todo el pelaje del simio, pero no las cejas. La teoría entera de la evolución se puede aprender sin más ayuda pedagógica que un espejo, gracias a una buena pregunta.
Las preguntas apreciativas, por otro lado, abren nuestro corazón. Una vez, buscando horizontes laborales, le pedí una cita a un gran empresario. Me atendió en un café y me escuchó durante una larga hora. Nos despedimos y pensé que no me había puesto atención. A la semana, me llamó un amigo en común, a decirme: “Este hombre te manda a preguntar que qué quieres hacer, que apenas sepas, él te apoya”. Fue una pregunta de mi sicólogo la que me abrió el corazón a una relación madura, a una verdadera alianza espiritual: “¿Qué tal si le prestas la misma atención a tu vida personal que a tu vida laboral?”. Hay preguntas que cambian el rumbo de una vida.
Las preguntas inteligentes orientan las mejores decisiones. En una reunión acalorada, esta fue quizá mi mejor clase de pensamiento liberal: “¿A usted quién le dijo que un problema tiene solamente una solución?”. Mi pregunta favorita de estrategia empresarial es la de Cynthia Montgomery: “Si usted cerrara hoy su negocio, ¿sus clientes realmente perderían algo?”. Hay preguntas que iluminan el camino.
“Señor presidente, ¿por qué no quemó las cintas del Watergate?”, es una de las preguntas más recordadas del periodismo. Se la hizo David Frost a Richard Nixon tres años después de su renuncia. La buena prensa, cuando cuestiona bien, es tan potente que hasta puede hacerle pedir perdón a un político. Hablemos de la urgencia que tenemos de buenas e insistentes preguntas. Necesitamos maestros que pregunten mejor y que nos enseñen a preguntarnos siempre; amigos que nos hagan las preguntas difíciles que no queremos oír; empresarios que se pregunten por lo invisible y lo imprevisto; ciudadanos, los verdaderos dueños de la ciudad, que se pregunten por las intenciones y las razones de las decisiones públicas; periodistas, los más esenciales, que pregunten al poderoso por qué, para qué y para quién hace. Hagamos una tertulia y la provocamos con este verso de Nicanor Parra: “He preguntado no sé cuántas veces pero nadie contesta mis preguntas”. Pensemos que quizás hasta las más simples, como la de las cejas, o las que aún no tienen respuesta, como las del poeta, engendran infinitas posibilidades.
* Director de Comfama