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Francisco Cortés Rodas
Columnista

Francisco Cortés Rodas

Publicado

La inmunidad de un jefe de Estado

Por Francisco Cortés rodas

franciscocortes2007@gmail.com

Cuando el exdictador chileno Augusto Pinochet fue detenido el 16 de octubre de 1998 por orden de un tribunal británico en respuesta a un pedido de extradición del juez español Baltazar Garzón, se consideraba como un principio fundamental la soberanía de los Estados y la consiguiente inmunidad de los exjefes de estos por actos cumplidos en el ejercicio de su cargo. Pero esa detención lo despertó, —y a todos aquellos jefes de Estado y militares que habían cometido crímenes internacionales—, del sueño dogmático de la independencia política y jurídica del Estado soberano.

Mediante el uso de esta tesis la sociedad chilena que apoyaba al exdictador, rechazó la posibilidad de que fuera juzgado por tribunales extranjeros. Las masas beligerantes que salieron a las calles a apoyar a Pinochet, mientras seguía detenido en Londres, exigían juicio en el propio país, esto acompañado con ruido de sables como música de fondo, o ningún juicio.

Pero la posibilidad de tramitar las consecuencias de la violencia que había producido la dictadura mediante juicios políticos internos, fue bloqueada con la entrada de tribunales internacionales y con un cambio normativo: el principio de la inmunidad no es aplicable respecto a crímenes internacionales, ya que los mismos implican una violación directa de normas de derecho imperativo (ius cogens), que son de mayor jerarquía en el Derecho Internacional.

En la época de su detención en Londres no existían en Chile condiciones para juzgar a Pinochet. Se planteó entonces la alternativa: o no hay proceso contra Pinochet en Chile, y la sociedad acepta eso, o se inicia un juicio en el extranjero.

El efecto que produjo el intento de hacer justicia mediante tribunales extranjeros, que para muchos no era más que la imposición de una justicia internacional, occidental, fue la activación de la justicia penal en Chile. La demanda del juez Garzón sacudió al Poder Judicial e hizo que se reiniciaran los procesos contra el exdictador, los militares y civiles involucrados en los crímenes atroces.

Ya desde ese momento no es viable que un Estado en cuyo territorio se han cometido crímenes internacionales (genocidio, crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad) se esconda detrás de la barrera de un concepto de soberanía westfaliano, sino que debe asegurarse que los responsables sean sometidos a la justicia. Esto tuvo un efecto expansivo en América Latina: los miembros de la Junta Militar argentina, el dictador peruano Alberto Fujimori y en Colombia exjefes de Estado y militares involucrados en graves violaciones de los derechos humanos cometidas en la guerra contrainsurgente temblaron y tiemblan hoy ante el pavor de enfrentar a los jueces.

El peligro de división de la sociedad por estos juicios siempre estará presente. Tanto Pinochet, los miembros de la Junta Militar argentina y Fujimori, contaban con millones de seguidores que salieron a las calles a expresar su desacuerdo con las investigaciones criminales. Eso produce miedo, intimida. Entonces, el dilema es: o no hay proceso interno, y la sociedad duerme tranquila, o que intervenga la Corte Penal Internacional.

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