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Javier Mejía Cubillos
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Javier Mejía Cubillos

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La innovación se ha estancado y la academia es responsable

Por Javier Mejía Cubillos - mejia@stanford.edu

La innovación en el mundo se ha estancado. Desde mediados del siglo XX, la tasa de crecimiento de la tecnología ha permanecido constante alrededor del 2% anual pese a que los recursos usados en investigación son cerca de 20 veces mayores a los que eran en ese momento. Es difícil sobredimensionar cuán grave es esto ya que el progreso tecnológico es el gran motor del crecimiento económico. Si este se agota, el crecimiento económico también lo hará.

Existen varias razones por las cuales la innovación parece estarse agotando. Hoy quisiera hablarles de una que conozco de primera mano: la decadencia de la academia como generadora de conocimiento relevante. Para ser más puntual, tenemos evidencia de que la academia cada vez genera investigación menos disruptiva. Y esto, en mi opinión, es producto de un deterioro progresivo en los principios y prácticas dentro de ella.

El primer elemento que está fallando en la academia es su aislamiento de la realidad. La mayoría de las organizaciones en el mundo sobreviven porque responden a las necesidades de fragmentos amplios de la sociedad. Los equipos de fútbol que no tienen una gran fanaticada tienden a desaparecer, al igual que las empresas que no tienen clientes o los gobiernos que no consiguen electores. Esto los lleva a ofrecer cosas que son ampliamente solicitadas por la sociedad. La academia, por el contrario, responde a las demandas de ella misma.

Por supuesto que las universidades también dependen de la aceptación del mercado para sobrevivir. En ese sentido, sí responden a una necesidad amplia de la sociedad. Sin embargo, esta necesidad es la de enseñanza. Cuando se trata del rol investigativo de la academia, el cual domina el prestigio dentro del gremio, el único mercado que importa es aquel compuesto por académicos mismos. Así, un académico no es exitoso si sus estudiantes dicen que es un gran maestro. Un académico es exitoso si sus pares lo consideran así, no importa que nadie fuera de la academia piense algo equivalente. Y quizá sobre decirlo, pero, con frecuencia, las personas e ideas que valoramos los académicos tienen poco que ver con el valor social que generan.

El segundo elemento que anda mal en la academia es su tribalización. Cuando digo que nuestros pares son quienes juzgan nuestro éxito, realmente estoy hablando de un puñado de personas. En la medida en la que la especialización del conocimiento se ha profundizado, la academia se ha fragmentado en comunidades cada vez más angostas, en tribus que, por cierto, suelen hablar bastante poco entre ellas.

Esto no solo hace que respondamos a las necesidades de una población poco representativa del resto de la sociedad, sino que llena de incentivos sociales (y no científicos) el proceso de aceptación de lo que, eventualmente, llamamos ideas válidas. Por ejemplo, aunque el anonimato se supone esencial en el proceso de evaluación de pares en revistas académicas, yo suelo saber quiénes son los autores de la mayoría de los artículos que aquellas me solicitan evaluar. Lo sé porque somos un grupo pequeño de expertos en el tema y todos nos conocemos personalmente. He visto sus investigaciones presentarse en eventos, somos amigos en redes sociales, y vamos a comer cada vez que podemos. El punto es que pertenecer a esta tribu no es ni aleatorio, ni producto exclusivo de la calidad objetiva de las ideas generadas por sus miembros. Es producto de un proceso de socialización donde suelen primar códigos de prestigio y oportunidades de interacción asociadas al origen social de las personas, como los lugares donde estudiaron. En medio de estos filtros de pertenencia a la tribu, muchas de las ideas disruptivas son abandonadas.

Finalmente, la academia mantiene una escala de valores donde el prestigio es, fundamentalmente, individual. Esto, a pesar de que la investigación moderna cada vez se hace en equipos más grandes. Por ejemplo, los premios Nobel suelen exaltar la contribución de investigadores puntuales y no la de sus equipos. Y no existe nada de malo en celebrar líderes, si estos son reconocidos como tal, como personas que canalizan los esfuerzos de grandes grupos, y no como genios solitarios. El culto al genio solitario es una de las cosas que ha dificultado la reorganización de la academia en equipos de trabajo con mayor conexión entre disciplinas, reforzando aquella problemática tribalización.

En vez de funcionar como empresas donde los equipos se especializan en procesos o técnicas que buscan, conjuntamente, generar un producto de la mayor calidad, la academia está estructurada a lo largo de departamentos especializados por tradiciones intelectuales, en los que los profesores tienen mucho poder y manejan agendas independientes donde se cocina desde cero la mayoría de su investigación. Así, yo que soy un economista en un departamento de ciencia política veo todos los días cómo muchos de mis colegas en economía y ciencia política están reinventando la rueda que ya se creó en el edificio del frente décadas atrás.

En conjunto, la profundización de estos tres elementos ha ido transformando a la academia en un universo que premia la banalidad de complacer a un grupillo de personas muy parecidas entre sí y muy desconectadas de los problemas reales de la sociedad. Esto debe cambiar y debe empezar por los académicos mismos, por aquellos que estamos dentro del sistema. Debemos reevaluar nuestros principios y centrarlos alrededor de generar más valor para la sociedad. Debemos empezar a apreciar más actividades con alto valor social que no generan citas, como la publicación de códigos o bases de datos. Debemos prestar más atención a la enseñanza. Debemos participar más activamente en proyectos interdisciplinarios. Debemos volvernos mejores difusores de nuestras ideas, enfatizando en la importancia de llegar a audiencias amplias. Debemos hacer lo que se supone es nuestra misión: generar más y mejor conocimiento para la sociedad.

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