Por Ana Cristina Restrepo j.
“Exterminio” parece una “palabra mayor” aplicable a la historia de otros países, pero no a la nuestra. Algunos repiten el relato oficial de los “homicidios colectivos” y otros, reacios al eufemismo, se refieren a “masacres”. También hay quienes informan de los muertos a cuentagotas: de uno en uno, de modo que cada cadáver se confunda con el anterior o con el próximo, hasta convertir la muerte en ruido.
¿Cómo nombrar este momento?
Entre el 24 de noviembre de 2016 y el 15 de noviembre de 2020, la Unidad de Investigación y Acusación (UIA) de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) registró 249 asesinatos de excombatientes de las Farc: un homicidio cada cinco días desde la firma del Acuerdo de Paz. De estos crímenes, solo cinco (2 % del total) parecen tener origen en riñas o peleas.
Según Giovanni Álvarez, director de la UIA, si la tendencia continúa, para diciembre de 2024 habrán ocurrido 1.600 homicidios de reincorporados.
En una audiencia pública de casi 8 horas, algunas instituciones del Estado encargadas de garantizar la seguridad de los excombatientes (como el Ministro de Hacienda, el Alto comisionado para la paz y el Consejero para la estabilización) evidenciaron ante la JEP los vacíos y omisiones en la protección de los reincorporados. Pese a que el auto de convocatoria permitía delegados, la ausencia de los titulares de las carteras de Defensa y del Interior fue una demostración de falta de voluntad política. Pero la delegada de Francisco Barbosa, la vicefiscal Martha Mancera, sí que supo hacer de su presencia un acto simbólico: vestida de rojo, fue la única que no acató la norma del uso del tapabocas... hasta que se le llamó la atención. (No se exige ni experticia en moda ni en pandemias a los funcionarios, con prudencia basta).
No aprendemos. En Colombia no fueron suficientes 3122 asesinatos selectivos, 544 desapariciones forzadas y 478 muertes en masacres contra miembros de la Unión Patriótica.
A pesar de concentrarse en la importancia de la vida, la deshumanización marcó el tono de las respuestas en la audiencia. Lo cuantificable –recursos, estrategias, planes, estadísticas, cronogramas– relegaron a las personas y sus historias.
Esa diligencia macabra exhibió las herencias de una narrativa instalada por el establecimiento colombiano, consecuencia del discurso sistemático de estigmatización por parte de los poderes del Estado. La anulación y el señalamiento del otro. La muerte irrelevante.
La firma de los Acuerdos terminó convirtiéndose en una suerte de letra escarlata: una marca para señalar a los firmantes y despojarlos de su dignidad ante la sociedad.
Este es el resultado del bombardeo constante desde las instancias gubernamentales a un pacto entre Estado y guerrilla, y del argumento tramposo que iguala reincorporados con disidentes. En buena medida, ese discurso también pone en la mira a los reintegrados en las zonas más apartadas y continúa sembrando desconfianza para futuros diálogos con otras organizaciones.
A pesar de estar en desacuerdo con lo negociado, el alto gobierno tiene la obligación de apostarle a una ética pública que, por lo menos, establezca qué es intolerable para una sociedad. Una ética frente al otro que le devuelva su humanidad y evite que se derrame más sangre en los territorios; defender la importancia de la vida de quienes optaron por dejar las armas, por ser ciudadanos. Todavía es posible.