Cuando un señor de Envigado me escribió diciéndome que había fundado una oficina de Corruptos Anónimos, que funciona bajo el mismo esquema de Alcohólicos Anónimos y afines, dudé, lo confieso, porque quién diablos va a llegar allá a decir “hola, soy fulano de tal y soy un corrupto de siete suelas”. No es lo mismo reconocer una adicción, una compulsión o una enfermedad, qué sé yo, que el abuso de poder, de funciones o de medios para sacar provecho económico, en el que son expertos tantos políticos, funcionarios y ejecutivos privados. Un ludópata se hace daño a sí mismo y a su familia, pero los tentáculos de un corrupto son como una llaga que cada vez crece más y se come los puentes, las carreteras, los hospitales y hasta los restaurantes escolares del país. “Come más que la llaga de Merejo, que se le comió la pata de palo”, decían en Bolívar hace tiempos.
Según Transparencia Internacional, que mide la corrupción en el mundo, Colombia ocupa el puesto 96 entre 180 países. Muy mala noticia, pero hay otra peor: Este nuevo ranquin ni siquiera nos sorprende. Qué pena decirlo, pero la corrupción, como otros graves problemas que tenemos, se nos volvió paisaje. Un paisaje muy feo que a todos nos indigna, de dientes para afuera. Además de poner el grito en el cielo, es poco lo real y efectivo que hacemos para combatirla. Los ciudadanos estamos inermes frente a la ineficacia de los organismos de control, que aparecen cuando el escándalo estalla, no cuando los hechos están ocurriendo, y que parecen actuar movidos más por la pantalla, la imagen o los intereses políticos que por el rigor jurídico. Ha habido excepciones, como un superintendente de Industria y Comercio que descubrió los carteles de los pañales, los cuadernos, el papel higiénico y el arroz, los investigó y los sancionó eficaz y rápidamente.
Lo del señor de Envigado es una buena intención que puede derivar en hacer reuniones periódicas para hablar de valores y esas cosas también muy importantes, pero la corrupción nuestra es crónica, incurable. Como incurable es la delincuencia, hermana siamesa de la corrupción. Con decir que, en el café, en la peluquería, en las tiendas y en todos los negocios de mi barrio es tema frecuente de conversación el incremento en “la vacuna”, el nombre elegido por los extorsionistas para vivir de cuenta de otros. Me ha tocado estar en alguno de ellos y que llegue un culicagado a cobrarla. Qué impotencia tan horrible. Me dan ganas de quitarme la correa y darle una pela, pero recuerdo que no soy su mamá, que este pillín puede matarme ahí mismo y me muerdo la lengua, porque al miedo no le han puesto calzones.
La sociedad no parece tener herramientas para emprender acciones eficaces para combatir este monstruo casi siempre impune que causa cada día más pobreza, inequidad y subdesarrollo, porque cuando la plata se esfuma, pierden la salud, la seguridad social, las obras públicas... Perdemos todos. Los corruptos nos tienen en sus garras y no sabemos cómo zafarnos. ¡Cómo duele saberlo!.