Por Gabriela Wiener
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El teatro ha sobrevivido a todos los males y a todas las calamidades, y en cualquier época, por su espíritu comunitario y libertario. Pero no imagino de qué manera el sector de las artes escénicas y musicales, que se dedica exclusivamente a producir arte vivo, planea recuperarse de este apagón cultural.
En este tiempo se han sofisticado los formatos para llevar teatro al menos virtualmente a las personas en sus casas, pero aún no se tiene claro cómo funcionar ante este nuevo horizonte lleno de desafíos y vaciado de cuerpos. Para empezar, no se ha inventado la manera de que la nueva normalidad sea sostenible para los trabajadores escénicos, que siguen denunciando la crisis del sector y pensando no solo cuándo sino cómo van a volver, transformados en qué. Son preguntas que muchos artistas, músicos, actores o escritores –que en el mundo precoronavirus íbamos a ferias, festivales y a todo lo que cayera– nos hacemos. La parte de la cultura que es presencial está en crisis.
Mientras en varios países de Latinoamérica se mantienen todavía hoy los teatros y salas cerrados con pocas perspectivas de futuro, se mira con atención el caso español, se estudian sus protocolos y emprendimientos. Durante la cuarentena, en los días en que las instituciones ofrecían gratis sus colecciones audiovisuales de montajes clásicos, se abrieron salas virtuales y se anunció el advenimiento de una “nueva era teatral” –que se ha mantenido hasta ahora, incluso después de la apertura de los teatros–, en la que se experimenta con nuevos e híbridos formatos en plataformas audiovisuales, teatro en línea y hasta teatro por WhatsApp. Muchos artistas reflexionan hoy sobre la propia experiencia de generar teatro en esas condiciones, sobre la aventura radical del encierro y las metáforas de la distancia. También sobre el poder curativo del teatro. No hay nada que aliente más la imaginación teatral que una realidad turbulenta como la que vivimos. Pura tensión dramática. La épica que necesitan los confinamientos para precisamente escapar de ellos.
No solo el teatro, todo pende de un hilo.
La noche que en Madrid volvimos al teatro salí al escenario y allí estaba toda esa gente con mascarilla, distanciada y repartida entre algunas butacas libres. Aunque me tocaba hablar, me quedé en silencio un momento como se quedan en silencio las personas cuando están en un teatro, en trance, ceremoniosamente anhelantes. Había preparado un pequeño discurso antes de empezar en el que contaba cómo el virus había invadido mi casa y enfermado a parte de mi familia y cómo habíamos logrado sanar. Les dije que habíamos tenido que cambiarle de nombre a la obra y que ahora no se llamaba “Qué locura enamorarme yo de ti” sino “Qué locura contagiarme yo de ti”. ¿Era muy pronto para hacer chistes? El duelo por miles de personas aún está presente pero por fin estamos de nuevo inmersos en esa mágica penumbra que parece abrazar toda nuestra humanidad. La habíamos echado de menos. No sabemos cuánto durará.
Peter Brook decía que cuando el teatro es necesario no hay nada más necesario. Hoy lo es.