Hace poco, de una cadena radial colombiana me contactaron para una entrevista acerca del informe del diario británico The Guardian sobre la narcoestética en Medellín.
A pesar del “pánico escénico”, acepté gustosa y me preparé a conciencia para entregar mis respuestas con honestidad desde varios puntos de vista, sin dejar nada al azar ni a la improvisación. ¡Ingenuidad, Elbacé te llamarás!
La comunicación resultó muy entrecortada, no por fallas técnicas ni caídas de señal, sino porque una de las periodistas, como si no fuera un debate sino un combate, se propuso no dejarme redondear mis opiniones y sacar sus propias conclusiones amañadas, que no solo me dejaron mal parada frente a la opinión pública, sino también el sabor amargo de las palabras atragantadas y las ideas a medias. ¿Para qué preguntan si no dejan responder?
De modo que este artículo puede sonar a sacada de clavo, y sí. No me quedo con las ganas de decir en este espacio, donde nadie me arrebata la palabra, que aunque nos arda y el alcalde se encrespe, sí creo que en Medellín hay una marcada cultura de la narcoestética, herencia de aquellos que sabemos, que ha trascendido todas las clases socioeconómicas. Y que no sea un fenómeno exclusivo de nuestra ciudad ni de nuestro país no aligera el problema. ¿Y qué hay de malo en la belleza de quirófano?, dirán los defensores. Nada, en tanto es una decisión personal. Mucho, cuando ser bonita se convierte en la llave maestra que abre cualquier puerta, en el prerrequisito de aceptación en los círculos de la vida por donde nos movemos, cuando se ponen los atributos físicos por encima de las capacidades, las convicciones y la inteligencia. Se llama inversión de valores y a veces produce estragos: En el afán de ponerse de todo van a cualquier carramanchero donde empeñan, no pocas veces, hasta la vida.
“¿No será envidia?”, me preguntó la combatiente. “No. Para nada. Soy la mamá de las culiplanchas -le dije con algo de irritación-, pero eso no me ha hecho infeliz nunca”, porque me he ocupado más del ser que del tener y, con los defectos propios de la condición humana, me he desempeñado con solvencia y dignidad en las posiciones donde la vida me ha puesto:
Como persona he gozado, he sufrido y he vuelto a gozar, a la manera clásica de cualquier mortal.
Como mujer, no obstante mi carencia de exuberancia, he sido el objeto del deseo del hombre que amo y me ama, pero ha sido mucho más relevante y gratificante ser su socia, codo a codo y en igualdad de condiciones, para construir juntos la vida que soñamos.
En el campo laboral, como columnista, microempresaria y gerente de una empresa enorme que se llama Hogar, le he puesto este pechito desciliconado a la brisa, con empeño, ganas y dedicación, y me ha ido de lo más bien. No pido más.
Reconozco, eso sí, que me inyecto botox en el alma cada tanto, no para evitar las arrugas, adornos de experiencia acumulada que jamás podrán avergonzarme, sino para no perder la fuerza en el empeño de ser mejor persona cada día, que es donde pienso que está el valor auténtico e indiscutible de cada individuo. Y estoy convencida, eso también, de que la elegancia y la distinción no la inyectan en ningún quirófano.