Por las calles de muchas ciudades en el mundo entero desfilan manifestantes con muy diferentes causas y banderas. Algunos quieren ver en esas marchas y protestas el fin del capitalismo, pero olvidan con esto que, a lo largo de la historia, las manifestaciones callejeras han sido sus compañeras permanentes, más exigentes en unas ocasiones que en otras y en algunos pocos casos, letales.
Charles Tilly, el sociólogo norteamericano estudioso de los movimientos sociales, muestra en sus trabajos cómo estos comienzan a verse en Europa a principios del siglo XIX, pero es a mediados de ese siglo cuando se consolidan con un nuevo repertorio de acciones sociales -concentraciones, huelgas, manifestaciones-. Es esta nueva colección de acciones la que define a los movimientos sociales como hoy los conocemos, con la manifestación callejera como su expresión preferida.
Sin embargo, la movilización no solamente es una táctica que se despliega en el marco de una estrategia para modificar las relaciones de fuerza en la política, es también un modo de expresión, una manera de introducir en el espacio y el debate públicos diferentes voces, preocupaciones, reivindicaciones y soluciones. Por esa razón es tan importante entender bien cuál es realmente el significado detrás de cada manifestación, aprender a leerlas.
En algunos casos, cuando se alcanzan las reivindicaciones muy puntuales, se desactivan los movimientos, como se vio en el vecino Ecuador cuando las protestas contra el aumento de la gasolina llevaron a que el gobierno tuviera que echar atrás la medida. De pronto, era necesaria para ajustar las finanzas públicas, pero era muy gravosa para el ecuatoriano del común.
Es más complejo el caso de Bolivia, donde primero salieron a protestar los opositores de Evo Morales, cuando este quiso robarse las elecciones del 20 de octubre, y después fue el turno de sus partidarios agobiados por su dimisión y posterior exilio. Lo razonable es una negociación política que una a los bolivianos y desactive la protesta. Totalmente diferente el caso de Hong Kong, donde la lucha se da para que China, para nada una democracia liberal, no devore a la pequeña y ultra capitalista isla, al tiempo que hay voces en el continente que están pidiendo más represión para enmudecer las protestas.
Los chalecos amarillos franceses son un desafío para los sociólogos por su larga movilización desde noviembre del año pasado. El movimiento, que comenzó como una protesta por el aumento del precio de los combustibles ocasionado en el impuesto al carbono, logró desactivar el alza. Pero las cosas no se detuvieron ahí y los chalecos amarillos terminaron aglutinando a la clase media contra el gobierno de Macron y forzándolo a ceder en lo social. Se ven muchas similitudes con Chile, donde tampoco hay cabezas visibles y el movimiento espontáneo está superando de lejos la reivindicación original, hasta llevar al gobierno de Piñera a anunciar un referendo para una constituyente inesperada.
Las manifestaciones callejeras aparecen como necesarias. Juegan un papel central en la vida política moderna y contribuyen a consolidar las democracias liberales. Implican necesariamente la perturbación del orden público, pero tienen límites en el respeto a la vida, la libertad y la propiedad. Para garantizarlas, el Estado cuenta con los instrumentos legales y constitucionales y es el llamado a atender las demandas de los grupos sociales.