En 1898, la China de la dinastía manchú, la última en reinar en el gigante asiático con más pena que gloria, estaba dominada por las potencias occidentales tras su derrota, 60 años antes, en la Primera Guerra del Opio, y la más reciente contra Japón, que derivó en la pérdida del control de Corea y Taiwán. Con el país inundado de adormidera cultivada en las posesiones inglesas de India, como consecuencia del lucrativo comercio liderado por un cirujano escocés de apellido Jardine y otros tantos narcotraficantes británicos, la balanza comercial se decantó a favor de las potencias occidentales y la dinastía Quing tuvo que abrir los puertos al comercio con Europa, hasta entonces limitados al de Cantón. Además, Hong Kong pasó a manos de otra dinastía, la Hannover de la Reina Victoria.
Ante el poderío militar extranjero y la influencia misionera cristiana, surgió en el norte de China una milicia en la que muchos de sus miembros practicaban artes marciales, conocidas como “boxeo chino”, de ahí su nombre en inglés: los bóxer. La revuelta nacionalista fue creciendo a medida que se extendía el odio a los extranjeros, la adicción al opio y el control del comercio y los puertos por la llamada Alianza de las Ocho Naciones. A mediados de junio, miles de combatientes bajaron de las provincias del norte, de donde provenía la dinastía manchú, hacia Pekín.
El 21 de junio, la revuelta se intensificó tras el apoyo de la emperatriz Dowager Cixi a la causa bóxer. Desde su palacio en la Ciudad Prohibida, la emperatriz viuda vio la oportunidad de expulsar a los europeos y sofocar la creciente influencia estadounidense sin mancharse las manos. Con Pekín en manos bóxer, miles de cristianos chinos se refugiaron en el Barrio de las Delegaciones ante la quema de iglesias y los asesinatos. Con la inacción del Ejército imperial, la revuelta se transformó en un asedio a las embajadas occidentales.
La llegada de 20.000 soldados acabó con los bóxer, abandonados por la propia emperatriz Cixi. China tuvo que pagar cuantiosas reparaciones y, durante un año, la fuerza expedicionaria, comandada por un general alemán, se dedicó con ahínco a exterminar a los bóxer con apoyo de las tropas chinas. Alemanes, americanos, británicos y franceses torturaron y ejecutaron a los rebeldes y arrasaron cualquier vestigio de la revuelta.
Hoy, casi siglo y medio después de aquellos tiempos, el recelo entre Occidente y China prevalece pese a que las abismales diferencias culturales se han acortado. Bajo un régimen más tiránico que entonces, 1.500 millones de chinos siguen sojuzgados y trabajan al dictado de otra dinastía, la del Partido Comunista, y el proteccionismo sigue imperando. La pandemia del virus de Wuhán ha revelado la brutal dependencia global de las manufacturas chinas y la destrucción industrial en Occidente provocada por la deslocalización de las grandes empresas en busca de mano de obra barata.
Sin embargo, parece que algo está cambiando. La producción fabril se ha recuperado con fuerza en Europa en el cierre de año y los gobiernos alientan la reindustrialización como contrapeso al hundimiento del sector servicios y del turismo. La revuelta bóxer se ha dado la vuelta y ahora son los europeos y americanos los que demandan productos “hechos en casa” y recelan del “Made in PRC”.
¿Cuánto durará? Mi pronóstico es que apenas sobrevivirá al virus. Por desgracia nos hemos vuelto adictos al consumo masivo y barato, el “pan y circo” de nuestra era. Al tiempo