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LA TRAGEDIA DE LA FAMILIA RAMÍREZ-ACOSTA

Por

FERNANDO VELÁSQUEZ

fernandovelasquez55@gmail.com

El delito de desaparición forzada es castigado por el Código Penal con las penas más altas (hasta cincuenta años de prisión, cuantiosas multas e inhabilitación para el ejercicio de derechos y funciones públicas) porque es un atentado contra la libertad individual y otras garantías; incluso la Constitución Política, que recoge mandatos propios del derecho internacional, prohibe esa horrible práctica. Se trata, pues, de un crimen atroz que supone la privación de la libertad de una persona y su posterior ocultamiento, la negativa a reconocer dicha situación o de dar información sobre su paradero; por lo general conlleva la muerte de la víctima.

En nuestro país cometen este atentado contra los derechos humanos agentes del Estado, grupos alzados en armados (guerrilleros, paramilitares, bandas criminales, etc.) y particulares, y está mucho más extendido de lo que a primera vista se cree: la Fiscalía General de la Nación registró, entre 2005 y 2012, 21.900 casos (Semana.com 05-26-2014). ¡Una cifra aterradora que pone los pelos de punta, máxime si se piensa en que la mayoría de ellos queda en la impunidad!

Esa tragedia, justamente, es la que ahora viven la familia y los allegados del joven ingeniero de la Universidad de Medellín y estudiante de la Especialización en Gerencia de la Construcción del Colegio Mayor de Antioquia, de treinta y siete años de edad, Alejandro Ramírez Acosta, de quien nada se sabe desde el pasado día dos de marzo cuando por motivos profesionales se desplazó hasta el paraje “El Hatillo”, de la vecina municipalidad de Girardota, a cotizar una casa de recreo.

A partir de entonces los parientes, compañeros de estudio y amigos, han hecho todo lo imaginable para buscar a su ser querido que –de forma arbitraria e injusta– fue apartado de los suyos: ceremonias religiosas, cadenas de oración, marchas, plantones, publicidad lanzada desde los aires, camisetas estampadas, pendones, afiches colgados en lugares públicos y vehículos, mensajes y llamados en los medios de comunicación, etc., que anuncian una recompensa para quien informe el paradero del profesional.

Un hecho como este, que mucho estruja el alma, lacera y conmociona, debería zarandear hasta sus cimientos más profundos a la sociedad entera; no es posible que un hombre joven y trabajador –cuyas fotografías familiares lo muestran como emprendedor, festivo y alegre– se esfume de la noche a la mañana en medio de la nada, y nadie dé cuenta de su paradero, a no ser algunos maledicentes que se burlan de la familia con falsos rastros. Por ello, martirizan la indolencia, la falta de solidaridad, el abandono oficial de las víctimas, el silencio cómplice y la indiferencia. ¿Tanto nos hemos envilecido que ya el sufrimiento ajeno ni siquiera nos convoca?

La comunidad entera y las autoridades, quienes a través de la Fiscalía General de la Nación dicen haber hecho algunos progresos en la investigación (elcolombiano.com, 04-05-2015), se deben levantar unidas para luchar contra este cobarde y vil flagelo, que es una estocada mortal al colectivo social. No se puede permanecer sordos e indolentes porque así no se crea, mañana le puede tocar el turno a uno, a un familiar o conocido; recuérdese el célebre poema atribuido a Berthold Brecht. Por eso, no solo se deben elevar oraciones por el feliz retorno a casa de Alejandro sino que es perentorio sumarse a esta causa llena de humanidad y arropar con el afecto multiplicador a una familia buena que, despedazada e inundada de dolor, llora a su ser querido.

En fin, ante la ignominia que padecemos solo resta preguntarse y responder: “¿Adónde van los desaparecidos? Busca en el agua y en los matorrales. ¿Y por qué es que se desaparecen? Porque no todos somos iguales. ¿Y cuándo vuelve el desaparecido? Cada vez que lo trae el pensamiento. ¿Cómo se le habla al desaparecido? Con la emoción apretando por dentro” (Rubén Blades, canción “Desapariciones” escrita en homenaje a los cuarenta y tres estudiantes mexicanos).

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