“El conflicto de las facultades” es el título de un libro que publicó Immanuel Kant en 1798, en el cual mostró cuáles eran los peligros que se cernían sobre la filosofía y las humanidades como consecuencia del dominio que ejercían los burócratas de la universidad, quienes a partir de criterios externos –la voluntad del monarca– buscaban inmiscuirse en la vida universitaria y darle un giro tecnocrático y profesionalizante a la educación superior. Kant pensaba que esto atentaba contra la autonomía de la investigación académica y contra el principal valor de la universidad, la búsqueda de la verdad.
Esa forma de intervención en la autonomía de la universidad se ha replicado de diferentes maneras desde los años de Kant hasta el presente. Durante los siglos XVIII y XIX, el fuerte conflicto entre las artes liberales y las profesiones útiles, expuesto por los utilitaristas, –Bentham, Comte, Stuart Mill–, muestra muy bien el sentido de esta tendencia. Pero después de la Segunda Guerra Mundial se inicia un cambio más profundo en la universidad: “la integración entre la universidad y la economía adquirió las dimensiones profundas y estructurales sobre las cuales se pondrían las bases de la industria académica actual” (Hoevel, 2019).
En los últimos 20 años esta tendencia se ha profundizado y hoy es común entender que la universidad debe ser gobernada a partir de las exigencias de la economía. De manera muy clara lo dijo el especialista en educación superior Malcom Skilbeck: “La universidad ya no es más un lugar tranquilo para enseñar y realizar trabajo académico a un ritmo pausado como ocurría en siglos pasados. Ahora es un potente negocio, complejo y competitivo que requiere inversiones continuas y de gran escala” (2001).
Esto quiere decir que ya no podemos tener la universidad en el sentido humboldtiano, ni liberal-humanista, ahora tenemos la universidad como industria académica. Esta ha asumido que su directriz es introducir en el ámbito académico los criterios, comportamientos y modos de organización propios de la economía capitalista.
Esta transformación de la universidad ha sido generada por algo muy simple: el sistema de evaluación que surge del nuevo concepto general de regulación estatal. Se establece en este un procedimiento de puntajes, y mediante la cuantificación cuasimonetaria de las actividades académicas, el Estado ha construido un método de mediciones con el fin de evaluar el rendimiento de cada profesor, universidad etc. Uno de estos sistemas es el de los ránquines que clasifican carreras y universidades y el otro es la acreditación. Toda esta lucha por la evaluación y acreditación es finalmente una competencia por el prestigio y la distinción que premia con dinero a los mejores investigadores y universidades. Así, la universidad se ha mercantilizado.
Este es uno de los asuntos que trata el libro “El conflicto de las facultades. Sobre la Universidad y el sentido de las humanidades”, editado por el filósofo peruano Miguel Giusti (Anthropos). En esta época conflictiva y crítica que vive la universidad privada y pública recomiendo su lectura.