El soplo de la vida, esa rápida eternidad de cien años, ha sido narrada de mil formas distintas. El paréntesis conformado por un hombre, en medio de los similares lapsos de sus semejantes, es motivo de múltiples maneras de acercamiento. Tantas, que uno piensa que ya no queda otra.
Pero la brizna vital sigue dando para mucho, más allá de la abundancia de elegías, epitafios y canciones al amor ido. En especial, la poesía continúa su labor temblorosa. Hay un poeta antioqueño, vivo, que, más que publicar en este género, es celebrado novelista.
Tiene un único libro de poemas, que se llama parcamente “Manglares”. Es una vivencia detallada del mar, el campo, la feracidad del trópico. Se imagina uno a su autor observando desde su cabaña las ondas de luz difícil y colores que dejan adentro de su alma los pájaros, el cielo, los árboles, la gente.
En dos piezas sucesivas, Tomás González lanza como abandonadas dos frases que rompen los esquemas con que han contado la existencia sus pares en el arte. Una mañana temprano, la huida de la niebla y un bullicio casual le hacen ver su vida en un instante. Es cuando suelta el siguiente verso:
“¡Qué hace que nací!, pensé”.
En el siguiente poema, numerado en romanos, como los demás, desfilan gallinazos, golondrinas, perros, gallos que bullen entre saucos y fresnos. De repente González o la voz que lo representa en el texto exclama sin aspaviento:
“Aquello fue antes de morirme”.
De inmediato el lector voltea hacia atrás la página para cerciorarse de que quien escribe es el mismo que acaba de nacer. Y entonces cae sobre él la certeza de que nadie había hablado de la vida de modo tan contundente e inmenso.
Contundente, porque el poeta nace y muere con sencillez en medio de la efervescencia que lo rodea, la naturaleza y los demás hombres, que ignoran la verdad de su suerte. Inmenso, pues nacer y morir son un trance fundador de un universo, y es demasiado difícil encerrarlo en la dicción concisa de una sola persona.
Pero Tomás González lo logra, gracias a la minucia con que presta atención a la hierba de abajo y a los azules de arriba. También porque lleva añales desentrañando en retiro fantasmas y misterios que nadie más ve, y escribiéndolos en narraciones y versos apretados, a los cuales ni les falta ni les sobra una sílaba