“La vida es sagrada”, una premisa que comparto en todo su sentido, sufre de selectividad: La coreamos en voz alta para exigirles a las autoridades acciones concretas y efectivas en la protección de la vida de los ciudadanos, pero cuando se trata de reclamar políticas de prevención frente al suicidio, no se oyen ni susurros.
Según un informe de la Organización Mundial de la Salud, OMS, alrededor de ochocientas mil personas se suicidan cada año en el mundo. En Colombia, según el Instituto Nacional de Medicina Legal, en 2019 murieron por mano propia 2.326 personas, siendo la causa de muerte con mayor incremento en el país, incluso por encima del homicidio y los accidentes de tránsito. Y según la Secretaría de Salud de Medellín a octubre de 2019, la tasa de mortalidad por suicidio pasó de 4,7 a 6,4 por cada cien mil habitantes. Esta misma entidad reportó 1.907 intentos durante el mismo año. Con un promedio de siete casos diarios en Colombia, el suicidio es considerado como un problema de salud pública mundial, pues cada 40 segundos se suicida un ser humano en cualquier parte del mundo. Y cada uno deja, tras su muerte, una tragedia mayúscula que afecta a una familia por el resto de la vida. Ese ser querido por alguien no solo dejó un gran vacío físico en algún lugar, sino una carga larga y ancha de preguntas que ya nunca tendrán una respuesta.
Los suicidas son seres humanos vencidos por la tristeza, la soledad o la melancolía, qué se yo. Que quizá no pudieron adaptarse en un mundo cruel que nos quiere ricos, bellos y exitosos. Un mundo en el que hay que soportar como héroes las carencias, las ausencias, el maltrato y el desamor. Un mundo al que la indiferencia le ha ganado la partida, excepto para discutir si el suicida es muy valiente o muy cobarde, pues queremos saber por qué lo hizo y hasta nos atrevemos a esculcar en los rincones más íntimos de su existencia para encontrar algo que justifique una decisión que no estamos llamados a juzgar. Y tampoco para respetar lo que queda de él: El morbo suele llegar a los límites desconsiderados de fotografiar o tomar videos en la escena del acto suicida. Y así, absortos en las pantallas de los celulares, se nos pasan por alto las señales de alarma que acaso hubieran podido evitar este dramático final: La muerte como tema recurrente, regalar sus pertenencias, cambios en su comportamiento, manifestar sentimientos de culpabilidad y alejarse de los amigos, por ejemplo.
¿Hay alguien en su familia o entre sus conocidos a quien deba ponerle atención, dedicarle un poco de su tiempo o poner su caso en conocimiento de especialistas? Estamos llamados a ser agentes de esperanza y de humanidad. Aboguemos por un mundo más compasivo en el que el diálogo permanente, el apoyo, el interés, la observación y la disposición para escuchar a los demás, puedan evitar una muerte a destiempo y un dolor infinito. Porque de repente, quién quita, “una palabra tuya, bastará para sanarme”.