Vigilar es poner cuidado, prestar atención. El cuidado comienza y termina en mí conmigo. La sabiduría popular bien lo sabe: “Cuida de ti mismo, para que puedas cuidar de los demás”. Cuanto más me cultivo, mejores condiciones tengo para cuidar de los demás. El cuidado tiene la calidad de la atención que yo le presto.
Cuido de mí mismo en la medida en que saco tiempo para conocerme y amarme, para amarme y conocerme. Me conozco porque me amo, me amo porque me conozco. La reciprocidad comienza en mí conmigo mismo. Amarme es hacer unidad conmigo mismo en cuerpo y alma siendo generoso, comprensivo, solidario, exigente, acogedor conmigo mismo.
El cuidado de mí mismo tiene que ver con la educación. Educar es moldear al ser humano con solicitud constante para ser cada día más perfecto en cuerpo y alma, según la voluntad del Creador. La educación y la autoeducación van de la mano.
Me encanta leer la escena del ciego de Jericó en el evangelio de Marcos (10,46-52). Bartimeo, mendigo ciego, está sentado junto al camino. De repente se entera de que pasa Jesús, y de inmediato se pone a gritar: “Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí”, y cuanto más le piden que se calle, más grita. Entonces Jesús lo hace llamar y le devuelve la vista “al instante”. La vigilancia llevó al ciego a conseguir lo imposible.
Refiriéndose a esta historia, San Agustín escribió una frase lapidaria: “Temo a Jesús transeúnte”. Es decir, vivo con el temor de que Jesús pase por mi camino y yo pierda esa oportunidad por no estar atento, por no ser vigilante.
Como ser humano, soy un ser dinámico, un ser que vive en desarrollo constante, y de mí y de los demás depende mi educación, mi crecimiento y perfección, sabiendo que toda obra humana, por buena que sea, puede ser mejor. El mejoramiento debe constituir el lema de mi vida cotidiana, y así, por ser vigilante, por prestar atención, lo que hago, lejos de la rutina, me queda cada vez mejor.
El Adviento y la Navidad constituyen excelente oportunidad para interesarme en cultivar la oración, entendida como trato de amistad con quien sabemos nos ama, hasta el punto de adquirir la convicción inquebrantable de que Dios me ama, y así, es él el que inspira cada acción de mi vida cotidiana. Por eso, en mi oración diaria, centro mi atención solo en Dios.
Si vocación es voluntad de mejoramiento permanente, como el mendigo ciego, estaré vigilante en este Adviento y Navidad al paso de Jesús por mi corazón.