Con la palabra apariciones califica el evangelio las manifestaciones de Jesús después de su muerte para demostrar a sus discípulos que resucitó y que ya vive para siempre, como él mismo lo había dicho: “Yo soy la resurrección. Quien vive y cree en mí no mirará jamás” (Juan 11,25-26).
En el relato de las apariciones de Jesús, la palabra resurrección adquiere un sentido nuevo, que no es revivir un cadáver en que el alma vuelve a tomar el cuerpo que dejó, sino alcanzar la vida en plenitud, la de “estar sentado a la derecha del Padre”, como Señor del universo.
El relato de los peregrinos de Emaús de Lucas 24 sumerge a esos creyentes en una atmósfera desconocida que transforma su existencia. Sienten que alguien se les acerca y sigue con ellos, y perciben, de modo inconsciente, que sus sentimientos, pensamientos y palabras van adquiriendo un sentido de mejoramiento insospechado.
Con todo, llega un momento en que el sobresalto es total, pues comienzan a descubrir que las Escrituras adquieren para ellos un sentido nuevo. Y experimentan con intensidad creciente esa compañía misteriosa, de la cual ya no quieren deshacerse y por eso lo invitan a quedarse con ellos.
El relato sigue así: “Entró y se quedó con ellos y cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando”. Ese personaje misterioso desapareció de repente, y ellos se dijeron: “¿No ardía nuestro corazón cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?”
Aquellos peregrinos comenzaron a darse cuenta que tenían la capacidad de anticipar en el tiempo la eternidad, la de percibir lo imperceptible, ver lo invisible, escuchar lo inaudible, tocar lo intangible, hasta volverse otros siendo los mismos. Misterio sublime de las apariciones, Dios aconteciendo en ellos.
San Gregorio Magno, papa (540-604), cuenta de San Benito (480-547) que una noche se fue a dormir en la parte alta de una torre por “una empinada escalera”. Después de dormir un rato, “se hallaba junto a la ventana y oraba fervorosamente”. De repente, una luz de lo alto disipó la oscuridad. Ante sus ojos apareció el mundo entero como un rayo de luz. El relato termina así: “Cuando Benito vio ante sí el mundo entero como una unidad, no se estrecharon el cielo y la tierra, sino que se dilató el alma de quien contemplaba”. Portentosa experiencia del Resucitado.
Siempre que oro y hago el bien, estoy viviendo la resurrección, que es, no un acontecimiento, sino una persona, Jesús, Dios hecho hombre, transformando mi existencia.