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Las falsedades y la turba

Por Máriam Martínez-Bascuñán

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Por Máriam Martínez-Bascuñán

Aunque nos guste más, la historia no versa tanto sobre el valor humano como sobre su cobardía. Especialmente en política. Lo cuenta Stefan Zweig en su célebre Fouché: “La culpa de los revolucionarios franceses no es haberse embriagado de sangre sino de palabras sangrientas”. Después, cuando el pueblo pide guillotina, “a los caudillos les falta el valor para negarse; tienen que guillotinar para no desmentir su cháchara acerca de la guillotina”. Y esta es la historia del trumpismo y de la verdad en política, una historia que contiene falsedades, odio y resentimiento hasta que estalla, aun cuando los pusilánimes que legitiman un evidente sistema de fanatismo no se atrevan a desdecirse y contar la verdad para no perder “el favor popular”. La turba que asaltó el Capitolio pensaba que se había producido un fraude electoral, no así los senadores republicanos que alentaron conscientemente una mentira.

El trumpismo nos recuerda que, en política, las palabras importan, que decir la verdad importa. Pero también nos orienta sobre lo que selectivamente decidimos banalizar y lo que no: por ejemplo, mientras lloriqueábamos por la cultura de la cancelación, los tuits del magnate nos parecían inanes. Pero las frágiles democracias también mueren cuando decidimos qué es lo que debemos combatir enérgicamente y qué disfruta del extraño “privilegio de no ser tomado en serio”, como señala Masha Gessen. Ese es el sorprendente contraste entre la reacción policial para controlar a los asaltantes del Capitolio y cómo se prepararon para recibir al movimiento Black Lives Matter.

Hay quien describe ambos movimientos como equivalentes, pero mientras unos reclamaban derechos, otros, armados y violentos, pretendían sencillamente dinamitar el sistema; mientras los primeros se toman en serio la democracia, los otros buscan minar la arquitectura constitucional que la posibilita. Por eso la historia del trumpismo es también la historia de la banalización de las verdaderas amenazas, del relativismo, de la ausencia de jerarquías. Los supremacistas blancos no están, ni de lejos, en el mismo saco que el Black Lives Matter, como tampoco son cámaras de eco todas nuestras formas de acceso informativo. Sólo son burbujas mediáticas las que crean auténticas realidades paralelas, dando cobijo a discursos políticos que, directamente, niegan la verdad de los hechos y promueven el odio. Porque la defensa de la democracia se hace también desde la valentía de reconocer que no todas las posiciones son iguales, aunque sea un argumento silenciado con la despectiva acusación de “superioridad moral”. Se trata, en realidad, del compromiso con un núcleo moral básico que sostiene todo el entramado democrático. Y esa es, precisamente, la historia del liberalismo político y de la democracia, su conquista más destacada: la historia de cómo forjar ese compromiso

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