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Buscar paradigmas de comportamiento humano en políticos, actores, periodistas y demás personajes públicos es una actitud tan popular como injusta. Si bien el deber de la transparencia exige (en especial a quienes son elegidos por voto popular) unos estándares superiores de comportamiento, todos somos seres humanos frágiles, propensos al yerro.
¿Cómo trazar esa frontera de lo intolerable en un personaje público? La exigencia mínima es el respeto a la legalidad; podríamos continuar con el cumplimiento de pactos éticos de respeto a los derechos ciudadanos y de protección a los menos favorecidos. En buena medida la lista crece o se agota de acuerdo con el grado de identificación que tengamos con cada personaje: somos más exigentes con quienes creemos compartir ideales o visiones del mundo.
Si yo votara en Bogotá, lo hubiera hecho por Claudia López. Hoy, sin la investidura de la sufragante que le reclama a su elegida, le exijo a la alcaldesa de Bogotá no solo que reconsidere, sino que corrija sus declaraciones con respecto a los venezolanos. No incurriré en el desacierto de increparle que no sea xenófoba: ella no lo es. Esa no es la esencia de sus acciones públicas. Sus declaraciones recientes –esas sí xenófobas– tienen un efecto en el electorado, en sectores sociales consentidos por la derecha. (Paradójicamente, lo único rescatable de este gobierno de derecha ha sido su solidaridad ante los migrantes). Las afirmaciones coyunturales de carácter xenófobo muestran más un oportunismo político-electoral que una actitud sistemática de odio a los migrantes. Puesto que no es la primera vez que Claudia López incurre en el mismo error es hora de que se detenga y que, más allá de las excusas públicas, corrija.
A las mujeres que criamos niñas (profesoras, niñeras, tías, madres, abuelas...) “se nos hace la vida a cuadritos” en la búsqueda de modelos femeninos de liderazgo, y no es por escasez sino porque la mayoría, infortunadamente, todavía replica las formas patriarcales del ejercicio del poder.
En el ensayo “Mujeres y poder”, la académica británica Mary Beard sostiene que precisamos una redefinición del poder. ¿Llegar al poder para replicar la fragilidad del machito Alfa que ve en el extranjero una amenaza? ¿No será mejor desplegar los dispositivos de cuidado (al margen de la nacionalidad) para ejercer el poder desde el tejido de lazos solidarios? El lenguaje construye mundos: ¿este es el que con sus palabras quiere construir la alcaldesa de Bogotá?
No viene al caso recapitular la vida pública de Claudia López y sus logros como periodista y política o lo que este país le debe, desde su participación en el movimiento de la séptima papeleta hasta la comprensión de la magnitud de la parapolítica.
Lo que López no parece dimensionar es que su voz ya no es solo suya, tampoco es “propiedad” de sus seguidores políticos (que no son rebaño: ella es una líder, no un caudillo ni una salvadora).
A Claudia López no le exijo que adopte las formas del “libro blanco” de un colegio de monjas, ni le juego a la bajeza del chantaje sentimental de “usted pertenece a una minoría política” (población LGTBI): solo le imploro que cuide sus palabras y acciones, y que acoja esa certeza aparentemente simple que enarbolan liderazgos como los de Michelle Obama, Nicola Sturgeon o Jacinta Ardern: ¡las niñas la están mirando!
