Por Armando Estrada Villa
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El justificado y real malestar de la humanidad hace que la protesta social se extienda en el mundo y que ningún país escape a sus efectos. Primero, fue en Seattle en 1999 contra la globalización y luego en cuanta ciudad se celebraron cumbres del G7 y G8 y asambleas del Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la Organización Mundial de Comercio.
Ciudades como Londres, Praga, Berlín, Washington, Hamburgo y Génova presentaron levantamientos, protagonizados por una pluralidad de participantes que incluían sindicalistas, estudiantes, profesores, ecologistas, indígenas, desocupados, pacifistas, anarquistas y activistas de diversas causas, que, al margen de cualquier partido político que pudiera representarlos, denunciaban al capitalismo y la globalización, al libre comercio y el sistema financiero internacional, que consideraban responsables de la injusticia social y del deterioro del medio ambiente. Pasan luego las protestas por Nueva York con el movimiento Ocupar a Wall Street en 2011 y 2012, y se presentan ahora en Francia, Hong Kong, Chile, Líbano, Irak, España, Ecuador y Bolivia hasta llegar a Colombia con el 21N.
Dos hechos relevantes de nuestra época tienen que ver con la extensión de la inconformidad a escala planetaria: la caída del comunismo y el proceso de globalización.
La caída del comunismo dejó al capitalismo sin enemigo que le disputara poder y promovió la aplicación del neoliberalismo que privatiza bienes y servicios públicos, reduce gastos estatales, abre las economías, reduce la actividad estatal, aumenta las utilidades de las empresas y abandona la negociación constante entre organizaciones patronales y sindicatos.
Por su lado, la globalización aumenta el poder del mercado respecto del Estado, debilita los controles e intervenciones estatales, traslada poder a los organismos internacionales, abre los mercados a los flujos internacionales, impone plena libertad del mercado y del comercio, facilita que las empresas multinacionales integren capital y mano de obra en todo el mundo y que su producción industrial se disperse en varios países y pone en funcionamiento informática, electrónica y telecomunicaciones que comprimen el espacio y el tiempo.
La unión de neoliberalismo y globalización, que obliga al Estado a privatizar, desregular, dejar de intervenir en la economía, reducir su actividad, acatar los dictados de los organismos internacionales, someterse a las exigencias de las empresas multinacionales, viene provocando encendidas reacciones.
Por eso, en la actualidad, se presencian millones de personas inconformes en las calles de las ciudades de todo el planeta por diferentes razones, aunque con un denominador común: el descontento social fruto de la inequidad en los ingresos, la desigualdad económica, el opaco futuro de la juventud y la concentración de ingresos y riqueza en pocos multimillonarios.
Entre nosotros, a los motivos mundiales se unieron los locales: el “paquetazo” del presidente Duque, los reclamos de los estudiantes, la corrupción, el rechazo a muertes violentas de indígenas, líderes sociales y exguerrilleros y el cumplimiento del proceso de paz.
Frente a las causas de la protesta social corresponde al presidente Duque y al Congreso de la República escuchar el clamor ciudadano y tomar, dentro de sus competencias y posibilidades, las medidas necesarias para construir una economía y una sociedad más justas y una democracia que funcione en lo social.