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Jorge Ramos
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Jorge Ramos

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Lecciones olímpicas

Por JORGE RAMOS

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Se nos acabaron los Juegos Olímpicos. He pasado dos semanas pegado a una pantalla a las horas más inverosímiles, maravillado de lo que el cuerpo humano puede hacer.

Estas Olimpíadas en Tokio no fueron lo que esperábamos: el fin de la pandemia planetaria con una colorida celebración. La maldita variante delta, los que no han podido conseguir una vacuna y —lo peor— los que sí pueden vacunarse y no quieren, obligó a la realización de unos juegos sin espectadores.

Las Olimpíadas son lo mejor de la humanidad. Paramos todo —guerras, conflictos, pandemias...— para ver a los mejores del mundo correr, brincar, nadar, golpear y competir. Hay muchas lecciones de estas Olimpíadas. La primera es que juntos sí le podemos ganar al coronavirus. A pesar de los pocos casos que se registraron en Tokio entre los competidores y sus entrenadores, ningún evento se tuvo que cancelar.

Creo, además, que nos vamos de estos Juegos con la clara impresión de que los atletas olímpicos no son superhéroes de cómics, impasibles e impenetrables, alejados de nuestra realidad. Al contrario, los sentimos más cerca que nunca. Ellos también temen a su kriptonita. La valentía con la que la gimnasta estadounidense Simone Biles enfrentó públicamente sus problemas de salud mental va a salvar muchas vidas. “No somos entretenimiento”, dijo Biles en una conferencia de prensa explicando por qué se retiraba de la competición. “Somos humanos”.

Las derrotas olímpicas de dos de los mejores tenistas del mundo —la japonesa Naomi Osaka y el serbio Novak Djokovic—, luego de reconocer, también, los enormes retos a su salud mental que enfrentan en competencias internacionales, han abierto la conversación para los que nunca pisaremos las canchas de Wimbledon o Roland Garros. La ansiedad y el estrés, sobre todo en medio de una pandemia, son parte de nuestras vidas.

El esfuerzo para participar en unas Olimpíadas parece sobrehumano. Perdí la cuenta de los atletas que se echaban a llorar al terminar sus eventos olímpicos. No importaba si ganaban o perdían. Era el fin de años de entrenamiento, lesiones, sacrificios y retos que no suele enfrentar una persona normal. Vimos, por televisión, esos sollozos incontrolables que hacen temblar el cuerpo y cortan la voz.

Un ejemplo. El italiano Gianmarco Tamberi —quien compartió la medalla de oro en salto de altura con el qatarí Mutaz Barshim— lloró inconsolable sobre la pista de atletismo junto al pedazo de yeso que tuvo que usar en el 2016 y que le evitó, debido a una lesión, participar en los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro. Eso se llama disciplina y determinación.

Fuera de las Olimpíadas es difícil encontrar en otro lugar la perfección humana. Vi dos clavados perfectos —10 de calificación— desde la plataforma de 10 metros de la china Quan Hongchan, quien apenas tiene 14 años de edad. Nada como ver a una persona en el máximo de sus capacidades.

A pesar de los nacionalismos, las celebraciones envueltas en una bandera y la implícita lucha política por tener más preseas, todas las atletas en el gimnasio le aplaudieron a Simone Biles luego de su última participación, y Simone le aplaudió a la gimnasta china que le ganó en la barra de equilibrio, y dos corredores —de Estados Unidos y Botswana— se ayudaron a levantarse luego de una caída en los 800 metros planos, se abrazaron y cruzaron juntos la meta. ¿Hay acaso algo más esperanzador y positivo que esto?

Cada cuatro años tengo una cita con las Olimpíadas, como esos amantes que prometen verse en un lugar y a una hora específica. Limpio mi calendario. Me aseguro que tendré una o varias señales con todas las competencias —no discrimino ningún deporte— y me siento por días frente al televisor, absorto, viajando en mi mente, a veces en un estado de absoluta concentración. Veo, admiro y aplaudo lo que yo nunca pude hacer.

Cuando terminan los Juegos siempre me da una especie de resaca. Me siento fuera de lugar, hay horas en que no sé qué hacer y extraño a los atletas como si fueran amigos que se fueron. Pero siempre me queda la ilusión de lo que viene. Y ya sé que para los Juegos de París 2024 solo faltan tres años

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