Por Jennifer Finney Boylan
Estábamos hasta el cuello en el pantano gorgoteante.
El consejero a cargo de la caminata por la naturaleza, Tom, nos había llevado a esta ciénaga, llena de tortugas, caimanes y ranas croando. “¿Nos podemos meter?”, Preguntó uno de los campistas. El consejero Tom no veía por qué no.
Así que avanzamos en el atolladero, mosquitos y moscas de venado zumbaban a nuestro alrededor mientras nos hundíamos, hasta las rodillas, hasta la cintura, hasta las manzanas de Adán. Esto fue hace 50 años, pero todavía recuerdo los rostros de mis compañeros de campamento cuando miramos sorprendidos a nuestro consejero y el uno al otro.
Habíamos venido al pantanal para descubrir la naturaleza. Pero habíamos en cambio descubierto otra cosa.
Es temporada de campo de verano aquí en Nueva Inglaterra. Justo al otro lado del lago donde vivo en Maine está Camp Modin —que fue establecida en 1922, el campamento judío de verano más antiguo de la región. No lejos de ahí está Camp Runoia, donde le quitan los celulares de las niñas y los reemplazan con veleros y viajes por la naturaleza. En North Pond se encuentra el Pine Tree Camp, fundado en 1945 para niños con discapacidades físicas.
Y luego está el campamento en el oeste de Massachusetts donde me encontré hundiéndome en un fango.
Aprendí muchas cosas ese verano. De mis consejeros aprendí los nombres de las estrellas. Aún puedo mirar el cielo en el verano y señalar Cygnus el Cisne y Casiopea y, más cerca del horizonte, el Escorpión y el Arquero. El campamento de verano me dio eso.
Aprendí a nadar en las frías aguas de Rudd Pond, una hazaña que me había estado eludiendo durante años. Todavía recuerdo el momento en que me di cuenta de que por fin lo estaba haciendo, que después de años de lecciones que siempre habían terminado en fracaso y lágrimas, estaba, ¡Dios mío!, en realidad nadando. Aprendí que las personas blancas a veces imitan a los indios, una práctica que incluso en ese entonces me pareció extraña. A mi llegada, me llevaron a Iroquois Village, donde residían los campistas más jóvenes, y me instalaron en la cabaña Tuscarora. Hicimos bandas para la cabeza los primeros días, y con el transcurso de las semanas, obtuvimos plumas por hacer buenas obras.
Una vez, cuando mi cabaña le estaba ganando a los Onondagas en un partido de béisbol, mi consejero nos llamó a todos y nos dijo que no eleváramos mucho el puntaje, que permitiéramos que los Onondagas tuvieran alguna oportunidad cometiendo algunos errores.
Luego recibimos plumas por eso. Es una buena lección: que incluso en la victoria uno puede mostrar humildad. Pero pienso que todos podríamos haber modelado el buen espíritu deportivo sin hacer de cuenta que éramos indios.
Fue en el campamento donde aprendí que había personas cuyos padres eran demócratas. Nunca antes había conocido a uno. Más tarde, durante el desfile olímpico del campamento, nuestra cabaña eligió ser Israel, un país que no podría haber encontrado en un mapa. Pero la guerra árabe-israelí de 1967 era un recuerdo reciente, y cuando las Tuscaroras marcharon a la cabeza del desfile, me sorprendió la cantidad de campistas que vieron nuestra bandera israelí y aplaudieron.
Me pregunto si tantas personas aplaudirían por esa bandera hoy. Aprendí cómo disparar un arco y una flecha, y cómo jugar al tetherball, y cómo hacer un barco de juguete con depresores de lengua, y cómo hacer un cordel con gimp. Es imposible para mí pensar en el collar que hice con hilo de plástico sin pensar en el poema que Billy Collins escribió sobre su madre:
“He aquí un cuerpo que respira y un corazón que late, /piernas, huesos y dientes fuertes, y dos ojos claros para leer el mundo, susurró / y aquí, dije, está el cordel que hice en el campamento”.
Pero lo más importante que aprendí ese verano es lo que significaba sentir una nostalgia dolorosa, estar a cientos y cientos de kilómetros de distancia de mis padres y no tener manera de alcanzarlos, excepto por carta.
La nostalgia es la versión básica del tipo de pérdida que con el tiempo se vuelve familiar. Esos largos días de la infancia de verano, separados de las personas que amas, son el primer roce con una verdad cruel: que a medida que pasan los años, te verás alejado de ellas una y otra vez, un poco más cada vez, hasta que por último, de una forma u otra, te deslizas de los brazos del otro para siempre.
El día anterior, el consejero Tom se había visto obligado a confesar que la mayor parte de lo que nos había enseñado ese verano era mentira, que había inventado los nombres de la mayoría de árboles y animales que nos había enseñado. No había tal cosa como un “Árbol de bigote”, explicó, o una “Planta de salchicha”. No había tal cosa como un “Doodybird”. “Lo siento”, nos dijo Tom. “Sólo quería entretenerlos”.