Como el mundo es un pañuelo, voy circulando por las calles de Madrid mientras escucho en la W un soporífero discurso de una senadora del Polo sobre la necesidad de aclarar más supuestos falsos positivos. Ya que la cháchara no da más de sí, decido pasar a mi lista de reproducciones, empezando por «Mala y peligrosa» de Víctor Manuelle y Bad Bunny. Y me vengo arriba. Con la sesera en ebullición al ritmo de la salsa más gustosa –a este paso Madrid destrona a Miami como capital del mundo latino aunque la playa más cercana nos quede a cuatro horas–, discurro sobre la esterilidad de la mayor parte de debates que alientan nuestros políticos, de los que con pesar nos hacemos eco la mayor parte de los medios de comunicación. Cual borregos, nos devanamos los sesos sobre las bondades del lenguaje inclusivo, sobre si resulta agresivo o es machismo mirar a una mujer hermosa, el dichoso Brexit que tiene contra las cuerdas a la primera ministra británica o la red social de moda. Y nos olvidamos de lo que de verdad importa. Que no somos más que una mota de polvo en el Universo, que todos la vamos a palmar y que deberíamos planificar con cabeza nuestro paso por la vida. ¿Qué significa eso? Vamos a cribar la paja.
Desde Adán y Eva, o desde las cavernas, lo mismo da, hombres y mujeres han perfeccionado un refinado juego de seducción que ha complicado hasta convertir en un arte el cortejo del que todas las especies animales disfrutan de una forma más o menos asilvestrada. Así pues, ¿cómo diantres va a resultar machista una mirada furtiva y respetuosa a una señora que está para sacarla en procesión? ¿Nos hemos vuelto majaras? Una cosa es la lascivia y otra la galantería. Y la galantería, señoras y señores feministas, no es machismo. De seguir así, acabaremos conviviendo con robots sexuales, emparejándonos vía Tinder y matando uno de los deportes de riesgo más sutiles y maravillosos que existen: el giro comedido (y respetuoso) de cuello.
Sigamos. Colombia y España no son muy diferentes. A todos nos apasiona remover el pasado. Da igual que sean los huesos del dictador Franco o los métodos más o menos expeditivos que se utilizaron para arrinconar a las narcoguerillas. Y aunque está bien y es de ley aclarar las cosas, no puede ser el motor de un país hurgar en las heridas como no puede ser un motor vital andar todo el día revisando un móvil que nos aísla cada vez de nuestro entorno. Porque no vayan a creer que eso nos hará más listos ni más modernos sino todo lo contrario. De hecho, según parece, los cibergurús de Silicon Valley mandan a sus hijos a escuelas analógicas en las que todo se hace con tiza o a lápiz, y las tablets están vetadas. Por algo será, digo yo.
Podría seguir hasta aburrirles más de la cuenta con los asuntos baldíos que se denominan “actualidad” y que no ocultan más que con fuegos de artificio lo que de verdad importa: que nuestras vidas tengan algún sentido. ¿Cómo podemos lograrlo? Tratando de hacer de este mundo nuestro un lugar mejor para hoy y para el futuro. Empezando por predicar con el ejemplo, por dejar de juzgar a los demás y mirarnos a nosotros mismos. Por no acumular cosas, porque quien posee una flota de deportivos, yates o mansiones no deja de ser un pobre diablo con un síndrome de Diógenes muy caro. Por indagar en cómo podemos repartir mejor los recursos del planeta sin arrasarlo. No escucho a los políticos hablar sobre los asuntos cruciales de la Humanidad. ¿Será porque no venden? Quizá sea porque ni a nosotros mismos nos importan un carajo y estamos tan felices en la inopia. Despertemos de una vez.