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Lo que esconden Maduro y Ramonet

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Por Alberto Barrera Tyszka

redaccion@elcolombiano.com.co

Esta es la imagen: en un cuidado y elegante jardín, sentados a sana distancia, están Nicolás Maduro e Ignacio Ramonet. El gobernante venezolano viste de traje y corbata, y es ostensible que no está pasando hambre. El periodista francoespañol viste de manera más informal pero con mucha elegancia. Es evidente que se tiñe el cabello y el bigote. Ambos se agradecen y celebran mutuamente la tradición de estar juntos. Todo parece una puesta en escena para un comercial esperanzador: 1 de enero de 2021. ¿Qué le ofrece Nicolás Maduro a Venezuela este año?

En rigor, no es una entrevista. Ramonet no pregunta: acaricia. Sus interrogantes están diseñadas para que Maduro se autoelogie. Es un espectáculo inocuo, predecible. Maduro habla bien de sí mismo y Ramonet asiente. Maduro se repite y Ramonet sonríe. Maduro no dice nada y Ramonet casi aplaude. El gobernante, señalado por la Corte Penal Internacional de cometer crímenes de lesa humanidad, habla de la fortaleza de la “unión cívico-militar-policial” y dice que aspira a “la reconciliación de los venezolanos”. El periodista vuelve a asentir, sonríe de nuevo. Parece que, aun antes de que Maduro hable, Ramonet ya está de acuerdo. Más que una conversación, mantienen una complicidad.

Detrás de esta simple simulación, sin embargo, hay una historia difícil y trágica. Durante los últimos cinco años, con una gran violencia del Estado, se han ido agotando los posibles escenarios de salida de la crisis. Con la instalación de la nueva Asamblea Nacional (AN), realizada el 5 de enero, se cierra un ciclo. El parlamento electo de manera democrática en diciembre de 2015 era el último espacio legítimo e independiente, el único ámbito institucional para el ejercicio de la democracia.

El chavismo insiste, inútilmente, en tratar de imponer su simulacro. No renuncia a su proyecto totalitario, pero, encima, pretende maquillarlo, venderlo como si fuera una democracia ejemplar. Su cinismo ya no es indignante sino patético. Cuando el canciller Jorge Arreaza condena “la polarización política y el espiral de violencia” en Estados Unidos, ya no resulta irritante sino ridículo, rebaja la diplomacia al nivel del absurdo.

Cuando Jorge Rodríguez, como presidente de la nueva AN, celebra la diversidad y promete impulsar un proceso de diálogo nacional no logra ya ni siquiera molestar a sus adversarios más radicales. Su sarcasmo es un monólogo tedioso que no le interesa a nadie. Destruir la política también tiene consecuencias para el propio chavismo: su simulacro es ahora más frágil. Queda todavía más desnudo. El liderazgo opositor ha cometido errores pero –hay que repetirlo– estos errores no hacen que el chavismo sea más democrático.

Durante estas dos décadas y más allá de sus adversarios y de las coyunturas –incluidas las sanciones económicas–, el chavismo ha ido construyendo su escalada autoritaria. En ese proceso han terminado destruyendo casi todo. Han saqueado las riquezas nacionales y arrasado con el aparato productivo. La economía está dolarizada y el país está en quiebra. La corrupción es un trámite cotidiano, parte de la cultura de la supervivencia. La nación está sometida por una difícil mezcla de poderes donde conviven la fuerza militar y el crimen organizado. La oposición política ha sido aniquilada. El chavismo sigue avanzando hacia su verdadera utopía: el control absoluto, el fin de la democracia, un país sin política

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